Tiempo atrás, antes de conocer al coronavirus, haber detenido el ritmo de vida y disponer de horas libres hubiese sido una “bendición”. Mientras el colectivo sanitario padece un estrés agudo y una parte de la sociedad vive con su empleo en cuarentena, hay quienes no pueden encuadrar un inesperado tiempo libre. Consecuencia: cuarentena y aburrimiento.
Si se escriben estos dos conceptos en los buscadores veremos infinidad de actividades para realizar, desde teatro en streaming, conciertos, clases de gimnasia a distancia o exquisitas recetas de cocina. Claro está, esto en el mejor de los casos. La idea es siempre la misma: programar “mil cosas” pues no hacer nada denigra. Todo un arsenal de actividades para combatir este tedio vital que “amenaza como si se tratara de un adversario”.
¿Por qué agobia tanto sentirse aburrido? Pareciera haberse declarado la guerra al aburrimiento. Pero si este último pierde la batalla podría traer secuelas de consideración. A saber, una merma en la creatividad para proponer alternativas a problemas e innovar, es decir, cómo aplicar las soluciones. En una sociedad hiperestimulada, el “sujeto individual”, requiere pausas para desconectarse y aburrirse. En este estado puede brindar respuestas originales y superadoras de la realidad. La propuesta en este artículo es una invitación al lector a ser capaz de enfrentarse a las horas libres sin angustia, aburrirse sin miedo y que la mente se libere.
Desarrollo
Rafael Penadés, psicólogo del Hospital Clínic de Barcelona, define el aburrimiento como un estado de ánimo que surge cuando la falta de actividad se percibe de forma negativa. Es un concepto con un marcado matiz social. En la era de la hiperactividad, el aburrimiento está mal visto en la sociedad. Si nuestro rol de trabajadores se desactiva, resquebraja la identidad. Las horas no pasan y esa sensación provoca inquietud e irritabilidad. En otras culturas se alienta ese momento de “hacer nada”, de pensar, de sentir el presente.
Son pocos los estudios sobre el tema. Es probable que esto se deba a su escasa atracción para una sociedad del cansancio, que no puede “parar” ni siquiera en vacaciones. La psicóloga inglesa Sandi Mann, autora de El arte de saber aburrirse, afirma que es saludable aburrirse un poco. Su diagnóstico muestra que nos aburrimos más porque vivimos en una hiperactividad cognitiva, en un zapping cultural, informativo y afectivo, que conduce a una espiral de entretenimiento y de actividad. Suele asociarse el estrés y una vida ajetreada con ser un profesional exitoso, “puro prejuicio”.
Cuando se detiene la actividad, como en el contexto actual, la persona siente un vacío, teme no saber qué hacer y esto afecta su psiquismo. La sociedad digital, en contra de lo que se cree, favorece el aburrimiento y hace que lo toleremos peor. John Eastwood, de la Universidad de York (Toronto), señala en The unengaged mind: “Somos receptores pasivos de estímulos. Si me aburro, me evado en internet o con una película, pero el aburrimiento es como las arenas movedizas: cuanto más nos movemos, más rápido nos hundimos”.
Para Penadés, aburrirse puede ser un motor de cambio, pero la reacción inmediata es esquivarlo y hacer “cosas” sin parar. En 2016, el Journal of Experimental Social Psychology afirmó que aquellos que aceptan aburrirse “son capaces de desarrollar ideas más originales”. También un estudio realizado en 2018 por las universidades Australian National, Nanyang Technological y el Singapore Management concluyó que el aburrimiento es una fuente de creatividad y productividad. Pareciera ser entonces que cuando nos aburrimos buscamos nuevos caminos, alternativas distintas y superadoras de las anteriores.
¿Por qué algunas personas se aburren con más facilidad o tienden al aburrimiento crónico? Subyacen rasgos psicológicos que los obliga a buscar sensaciones permanentemente. Buscan ocupar las horas con tareas para no agobiarse. Estos perfiles pueden caer en conductas de riesgo: alcoholismo, depresión, desórdenes alimentarios, entre otros. El escritor Alba Rico señala que hay dos formas de impedir pensar a un ser humano: una obligarle a trabajar sin descanso; la otra, obligarle a divertirse sin interrupción. Hace falta estar muy aburrido, es verdad, para ponerse a leer; hace falta estar aburridísimo para ponerse a pensar, sugiere Rico. “El aburrimiento es la experiencia del tiempo desnudo, de esa duración pastosa del tiempo”. Todos los padres sabemos, expresa Rico, de la angustia de un niño aburrido pataleando en el ámbar espeso de una tarde que no acaba de morir. No hay nada más trágico que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás tampoco nada más formativo.
Decía el poeta Leopardi que «el tedio es la quintaesencia de la sabiduría» y el antropólogo Levi-Strauss aseguraba haber escrito todos sus libros «contra el tedio mortal». “Uno no olvida jamás los lugares donde se ha aburrido, impresos en la memoria, con grietas y matices”. Contaba Rosa Chacel, una de las más grandes novelistas españolas del siglo XX, que en los años cincuenta, mientras redactaba su novela La sinrazón, tenía la costumbre de pasar horas recostada en un sofá de su salón. La mujer de la limpieza, con la escoba en la mano, le dirigía siempre miradas entre compasivas y reprobatorias: “Si hiciera usted algo, no se aburriría tanto”. Pero es que Rosa Chacel hacía algo: estaba pensando; y hasta cambiar de postura podía distraerla de su introspección o devolverla dolorosamente a la superficie. Si Rosa Chacel hubiese pasado horas y horas delante de la televisión, y no dentro de sí misma, jamás habría escrito alguna de sus novelas.
Del tedio “bien gestionado” pueden salir ideas muy creativas. Los especialistas advierten sobre el riesgo de “robar” esa sensación de aburrimiento a los niños. “Nos anticipamos, les inundamos de actividades para que no se aburran en lugar de darles la oportunidad de superarlo por sí mismos”, afirma Penadés. Los padres de generaciones anteriores no se culpabilizaban si sus hijos se quejaban de tardes tediosas y les animaban a resolverlas solos. Entonces se leían cuentos e historietas, se jugaba donde se podía, se inventaban historias, se soñaba despierto, ¡Qué bueno! Claro está que se ejercitaba la paciencia.
Conclusiones
El escritor Fernando Aramburu, en su artículo Elogio del aburrimiento, reivindica el “aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos” como un eficaz antídoto ante el aburrimiento. Aceptar aburrirse durante la cuarentena puede representar una valiosa lección para todos. La persona que aprende a estar sola es factible que valore sentirse acompañada. En este sentido quien aprende a tolerar el aburrimiento es probable que dosifique mejor su tiempo libre, resignificando el tiempo “ocupado y compartido”.
Es imprescindible desacelerar y aliarse con el aburrimiento. De ese modo, facilitamos el trabajo psicológico de buscar alternativas apelando a la imaginación. Esto alivia al aparato mental, pero además estaríamos utilizando una parte del cerebro que no es la habitual. Es la vía regia para innovar.
Para Penadés, aburrirse puede ser un buen motor de cambio: “podemos aprender algo de nosotros mismos, puede ser el punto de partida de algo positivo”. Ante la crisis actual se recomienda dedicar unos minutos al día a escribir, leer, pintar, dialogar, jugar. Conviene reflexionar sobre lo que está sucediendo, pensar en los que más están sufriendo por distintas razones y construir una idea acerca de esta extraña realidad que vivimos.
Hay mucho que aprender de esta vivencia individual y colectiva, como por ejemplo, cuestionar a qué le dedicamos el tiempo. Quizás, estimado lector, deberíamos aburrirnos un poco más para potenciar nuestra usina creativa y generar cambios genuinos, superadores en nosotros mismos y en la sociedad toda.
Por Dr. H. Fabian Castriota,
Decano de la Facultad de Psicología de la
Universidad Católica de Santa Fe