Más, ¿es mejor? La ampliación de la jornada escolar, un debate con historia

Por María Gabriela Pauli*
Coordinadora de la Licenciatura en Ciencias Sociales – UCSF

En octubre de 1899, Domingo Silva afirmaba que “el exceso de horas de clase, á más de dañar la salud de los niños, perjudica su educación hasta esterilizarla”. Por entonces, era Director de Escuelas, y la afirmación la hacía en el Boletín de Educación que este organismo oficial enviaba a todas las escuelas santafesinas. Insistía, además en que “…es siempre indispensable que el niño tenga el suficiente tiempo para vivir en la familia y en la sociedad”, dos ámbitos que comparten con la escuela la formación de niños y jóvenes, según sostenía el educador nacido en Rincón.

Como vemos, la discusión acerca de la amplitud de la jornada escolar tiene más de un siglo, no es un tema novedoso. Sin embargo, al plantearla se esgrimen diversos argumentos, según la época y las necesidades políticas que marcan los diferentes contextos.

No es el interés de estas líneas analizar las circunstancias que, en 1899 provocaron aquella afirmación, sino pensar acerca de la reciente propuesta del ministro de Educación de la Nación a sus pares jurisdiccionales en el Consejo Federal de Educación, y que fuera aprobada a comienzos del pasado mes.

La medida intenta, según decía su propulsor, Jaime Perczyk, sumar “más días, más horas y más aprendizaje para los chicos” (Página 12, 6/4/2022). El funcionario de la cartera educativa asume de un modo lineal, que más días y más horas en la escuela equivalen a más aprendizajes. De por sí, consideramos que es una afirmación que debería matizarse. No siempre más es más, y muchas veces, más no equivale a mejor, que es algo bien diferente.

El problema de los aprendizajes en el nivel primario es –como todo problema pedagógico– complejo y responde a una multiplicidad de factores. Entre ellos se cuentan las condiciones socioeconómicas tanto de estudiantes como de profesores, la formación docente, e incluso, un modelo y estructura escolar vigente con algunos retoques desde el siglo XIX, que no ha modificado demasiado la estructura planteada por la Ley 1420 del año 1884, reivindicada en 2006 cuando la sanción de la Ley de Educación Nacional.

La ministra de Educación de la Provincia de Santa Fe, celebró la medida, haciendo declaraciones que el diario El Litoral reflejaba en sus páginas el 9 de abril: “Está muy bueno que estemos hablando de una mejora de la escuela primaria […] En cuanto a las propuestas curriculares que se dictarán en ese tiempo extendido, la titular de la cartera educativa dijo que tiene que haber un equilibrio entre fortalecer los contenidos de materias troncales como matemática y lengua, y la incorporación de contenidos novedosos que hacen al perfil de la escuela primaria de estos tiempos, “siempre mirando la heterogeneidad que tenemos en todo el territorio provincial”.

El discurso de Adriana Cantero da por sentado que agregar una hora – media en el caso de nuestra provincia que ya tiene cuatro horas y media de jornada– será una mejora de la escuela primaria, y que redundará en aprendizajes más sólidos en áreas como Lengua y Matemática, así como de otros saberes novedosos.

La funcionaria asume naturalmente, como su par nacional, que más tiempo en la escuela garantiza más aprendizajes y mejora la escuela. En ambos casos, se trata de discursos lineales, que no abordan la complejidad de los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Ahora bien, los problemas complejos no se resuelven con soluciones simples.

Entiendo que el problema no pasa por una hora o media hora más en la escuela. En todo caso, si la escuela primaria no responde a las demandas de la Argentina del siglo XXI, habrá que analizar qué está pasando y encarar políticas de estado para pensar todo el nivel.

Me permito volver al pasado –después de todo soy profesora de Historia– tan solo para señalar que, cuando se organizó el sistema educativo argentino, a partir de la sanción de la Ley 1420, se pensó la estructura y la currícula escolar en función de un proyecto político que incluía la educación. A ella le correspondía la enseñanza de las primeras letras (tarea que hasta entonces hacía casi exclusivamente la Iglesia Católica), la transmisión de valores cívicos y de una historia común, en el marco de un Estado Nación que se iba forjando y que necesitaba este sostén. Tanto el positivismo como el higienismo conformaron la matriz ideológica en la que se inscribió ese modelo escolar. Había un proyecto integral y una ideología que sostenía y daba coherencia.

El siglo XXI presenta desafíos muy diversos, y sin embargo, la escuela sigue siendo bastante similar a la del siglo XIX. Al menos, en algunos aspectos tales como la estructura graduada y el formato homogeneizante (todos tienen que aprender lo mismo en el mismo tiempo) que no son compatibles con las demandas de inclusión que hoy –y enhorabuena– se le plantean a la escuela. También la disposición de los espacios está inscripta en la lógica normalista: el aula para aprender, el patio para jugar, el salón de actos (en el mejor de los casos, cuando las escuelas cuentan con esa infraestructura). No digo que todo sea igual, pero no hay modificaciones sustanciales: dar una clase en el patio o salir con los estudiantes del edificio escolar, son actividades extraordinarias, no lo habitual.

Tal vez sea el momento de revisar no sólo los contenidos e incluir algunos novedosos, sino toda la estructura del nivel primario. Analizar por qué los chicos no aprenden como quisiéramos, definir qué queremos que les enseñe la escuela primaria –si es que queremos que enseñe y no sea solo un lugar donde depositar los niños por unas horas– y desde allí, resolver cuestiones como la extensión de la jornada, los contenidos que se enseñan, el uso de las nuevas tecnologías, entre otras.

También, retomando aquella idea de Domingo Silva a fines del siglo XIX, sería bueno preguntarnos que esperamos que enseñen las familias y nosotros en tanto sociedad. La realidad muestra que la escuela no puede todo y especialmente, que no puede sola, frente a desafíos de una enorme complejidad.

Sirvan estas líneas a modo de reflexión, y tal vez, y pretendo demasiado, de disparadores para poner en discusión algo más que cuantas horas pasa un estudiante en la escuela.

 

*La autora es Profesora de Historia, Doctora en Educación y Doctora en Historia.

Publicada en El Litoral 



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