Al comenzar el Adviento emprendimos un viaje, un camino a Belén. Hoy llegamos al final, a una gruta, como los pastores, para ser testigos de una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: “hoy, en la ciudad de David, nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Allí está Él, frágil, vulnerable, indefenso. Un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre. ¿No podría haber sido algo más extraordinario, más omnipotente, más acorde a la divinidad? ¿Por qué esa fragilidad, esos pañales, ese llanto? Al menos, Señor, dame la derecha en esto: podría haber ocurrido en el templo, entre candelabros dorados, ornamentos e incienso. Pero no, elegiste ese lugar de morondanga. Sos el Dios de los Cielos, el Altísimo. ¿Había necesidad de hacerte llamar el Dios con nosotros? Y, sin embargo, ahí está la novedad, lo inédito. Y ahí están ellos, María y José, entre la sorpresa y la perplejidad, entre el cansancio y la satisfacción. Y ahí estás vos, Jesús, venciendo el frío de la noche en los brazos de papá. Y ahí estás vos, Jesús, venciendo el hambre prendido al pecho de tu mamá. Estás ahí. Estás para siempre. Estás con tu lógica que, por suerte, no es la mía.
Siempre me pregunté cómo habrá sido aquella primera noche, cómo habrá sido aquella primera mañana, en un lugar desconocido, extraño, entre los llantos del niño, el sonido de los animales, el frío… ¿Qué habrá pasado por las cabezas de María y José? Los imagino llenos de temores, rendidos por el cansancio, con la imposibilidad de pegar un ojo, perplejos y felices, con un gozo desbordante…
Porque es verdad que “la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. No se trató de un “como si”, de una puesta en escena, como la de nuestros pesebres vivientes. “La Palabra se hizo carne”, “semejante a nosotros en todo menos en el pecado”. Aquella noche, la que hoy celebramos, Jesús asumió nuestros llantos, nuestros miedos, nuestras fragilidades, el hambre de tantos hermanos, la carencia de un lugar para vivir, la necesidad de sentirse amados, de unos brazos que nos sostengan, el dolor del rechazo –“vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”–, el calor de una familia.
Como nos recordaba el padre Walter, “esa carne tiene nuestros genes de dolores, de guerras, de cansancio, esa carne lleva la condena de una transgresión original que fue del alma, esa carne siempre reclamará el abrazo, porque se acostumbró a la caricia creadora, esa carne será fugaz, será frágil, será indomable…” Jesús, el Hijo, asume nuestra humanidad, y sabe –lo irá comprendiendo a medida que vaya creciendo– que “de esta carne no hay regreso”.
En la paz de aquella noche, en el silencio de aquel amanecer, en la plenitud de los tiempos, está nuestra vida invadida para siempre por la ternura de Dios.
¡Feliz Navidad!
Padre Enzo
Decía el Papa Benedicto al convocarnos para vivir un año dedicado a la fe: “también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (Porta Fidei, 7). Siempre me llamó la atención el relato paradigmático de los discípulos de Emaús: fueron capaces de hacer un resumen preciso de lo ocurrido con Jesús. Tal es así que, ante la pregunta de aquel a quien creían un forastero despistado, “ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron»” (Lc 24, 19-24). Una narración precisa, sin dudas, pero incapaz de entusiasmar porque ni ellos mismos creían en lo que decían, habían perdido la esperanza (“nosotros esperábamos… pero…”). Andaban “con el semblante triste” (Lc 24, 17). ¿Cuántas veces los cristianos andamos con cara larga, malhumorados, sin ganas, desanimados, tristes, abatidos? Hemos perdido el entusiasmo, la alegría, el gozo. Muchas veces nos quedamos en un Gólgota sin sepulcro vacío. Hablamos de renuncia, sacrificio, mortificación mientras vamos silenciando el gozo. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿por qué?
Si bien en la liturgia, el tercer domingo de adviento es llamado “gaudete”, domingo de la alegría, por la primera palabra del introito de la Misa (“Gaudete”, es decir, alégrense). El evangelio de este cuarto domingo de adviento es una verdadera invitación a la alegría y por eso queremos invitarte a “saltar de gozo” ante la llegada del Niño. Lucas nos presenta el encuentro de dos mujeres creyentes, mujeres que aman, mujeres embargadas por el milagro de la vida, mujeres que sienten esas vidas que llevan en sus entrañas. No hay ecografías. Solo una experiencia innegable: “se mueve”, “saltó de alegría”. Movimiento que es signo de vida. Alegría, signo del encuentro. María e Isabel nos enseñan a ser una iglesia en salida, en marcha, porque sin movimiento la vida se apaga. Una iglesia que redescubre la alegría de creer, porque su ser no se apoya en una doctrina o en preceptos morales sino en una Persona, Jesús, que nos revela al Padre y al Espíritu. El encuentro con Jesús produce gozo.
María es feliz por haber creído. Su fe es respuesta al anuncio del mensajero, a una palabra capaz de transformar esterilidad en fecundidad, virginidad en maternidad, pequeñez en grandeza, espera en cumplimiento de la promesa.
María, “Nuestra Señora de la prontitud”, parte sin demora. No hay “peros”, no hay lugar para las excusas. ¿No las tenía? Por supuesto que sí: que el calor, que el frío, que el peligro del camino, que José, que sus padres, que el niño… Y sin embargo, “partió y fue sin demora”. ¿Cuáles son mis excusas, mis “peros”, mis demoras? Quiero rezar, pero… Tengo que ayudar un poco más, pero… Tendría que ir a visitarlo, pero… En esta cuarta semana animate a dejar tus “peros” en el pesebre, junto al oro, al incienso y la mirra. Ponete en camino y, al igual que Isabel, sentí cómo hay un niño que salta de alegría en tu corazón.
EL SACRAMENTO DE LA SONRISA (José Luis Martín Descalzo)
Si yo tuviera que pedirle a Dios un don, un solo don, un regalo celeste, le pediría, creo que sin dudarlo, que me concediera el supremo arte de la sonrisa. Es lo que más envidio en algunas personas. Es, me parece, la cima de las expresiones humanas.
Hay, ya lo sé, sonrisas mentirosas, irónicas, despectivas y hasta ésas que en el teatro romántico llamaban «risas sardónicas». Son ésas de las que Shakespeare decía en una de sus comedias que «se puede matar con una sonrisa». Pero no es de ellas de las que estoy hablando. Es triste que hasta la sonrisa pueda pudrirse. Pero no vale la pena detenerse a hablar de la podredumbre.
Hablo más bien de las que surgen de un alma iluminada, ésas que son como la crestería de un relámpago en la noche, como lo que sentimos al ver correr a un corzo, como lo que produce en los oídos el correr del agua de una fuente en un bosque solitario, ésas que milagrosamente vemos surgir en el rostro de un niño de ocho meses y que algunos humanos -¡poquísimos!- consiguen conservar a lo largo de toda su vida.
Me parece que esa sonrisa es una de las pocas cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos segundos al paraíso. Lo dice estupendamente Rosales cuando escribe que «es cierto que te puedes perder en alguna sonrisa como dentro de un bosque y es cierto que, tal vez, puedas vivir años y años sin regresar de una sonrisa». Debe de ser, por ello, muy fácil enamorarse de gentes o personas que posean una buena sonrisa. Y ¡qué afortunados quienes tienen un ser armado en cuyo rostro aparece con frecuencia ese fulgor maravilloso!
Pero la gran pregunta es, me parece, cómo se consigue una sonrisa. ¿Es un puro don del cielo? ¿O se construye como una casa? Yo supongo que una mezcla de las dos cosas, pero con un predominio de la segunda. Una persona hermosa, un rostro limpio y puro tiene ya andado un buen camino para lograr una sonrisa fulgidora. Pero todos conocemos viejitos y viejitas con sonrisas fuera de serie. Tal vez las sonrisas mejores que yo haya conocido jamás las encontré precisamente en rostros de monjas ancianas: la madre Teresa de Calcuta y otras muchas menos conocidas.
Por eso yo diría que una buena sonrisa es más un arte que una herencia. Que es algo que hay que construir, pacientemente, laboriosamente.
¿Con qué? Con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso.
Un arte que hay que practicar terca y constantemente. No haciendo muecas ante un espejo, porque el fruto de ese tipo de ensayos es la máscara y no la sonrisa.
Aprender en la vida, dejando que la alegría interior vaya iluminando todo Cuanto a diario nos ocurre e imponiendo a cada una de nuestras palabras la obligación de no llegar a la boca sin haberse chapuzado antes en la sonrisa, lo mismo que obligamos a los niños a ducharse antes de salir de casa por la mañana.
Esto lo aprendí yo de un viejo profesor mío de oratoria. Un día nos dio la mejor de sus lecciones: fue cuando explicó que si teníamos que decir en un sermón o una conferencia algo desagradable para los oyentes, que no dejáramos de hacerlo, pero que nos obligáramos a nosotros mismos a decir todo lo desagradable sonriendo.
Aquel día aprendí yo algo que me ha sido infinitamente útil: todo puede decirse. No hay verdades prohibidas.
Lo que debe estar prohibido es decir la verdad con amargura, con afanes de herir. Cuando una sola de nuestras frases molesta a los oyentes (o lectores) no es porque ellos sean egoístas y no les guste oír la verdad, sino porque nosotros no hemos sabido decirla, porque no hemos tenido el amor suficiente a nuestro público como para pensar siete veces en la manera en la que les diríamos esa agria verdad, tal y como pensamos la manera de decir a un amigo que ha muerto su madre. La receta de poner a todos nuestros cócteles de palabras unas gotitas de humor sonriente suele ser infalible.
Y es que en toda sonrisa hay algo de transparencia de Dios, de la gran paz. Por eso me he atrevido a titular este comentario hablando de la sonrisa como de un sacramento. Porque es el signo visible de que nuestra alma está abierta de par en par.
“¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?” fue el interrogante de un joven que se acercó a Jesús. “¿Qué debemos hacer?” fue la inquietud de quienes se acercaban al Bautista. “¿Qué tengo que hacer para…?” debe ser de las preguntas más repetidas a lo largo de la historia. Los seres humanos vivimos buscando recetas. Recetas para adelgazar, para tener éxito, para que no se nos caiga el cabello, para aprobar una materia, para aliviar una dolencia. ¿Qué tenemos que hacer para…?
En la Cuaresma, como tiempo de preparación para la Pascua, también se nos dice qué hacer: limosna, oración, ayuno. ¿Y en el Adviento? ¿Armar el arbolito? ¿El Pesebre? Quizás podamos hacernos eco de la respuesta de Juan Bautista a la multitud que, expectante por la llegada del Mesías, preguntaba qué debía hacer: “el que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto” (Lc 3, 11).
Vivimos en un mundo injusto, como nos recuerda el Papa Francisco, en el que “unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente” (Gaudete et Exsultate 101). Se habló mucho de “las dos vidas”, se pronunciaron discursos, defensas, se enarbolaron banderas y pañuelos, homilías, comunicados, etc., qué importante detenerse a pensar un poquito en este punto de la exhortación a la santidad: “También es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte. No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo…” (las negritas son nuestras).
¿Por qué no aprovechar este tiempo de Adviento para luchar contra la injusticia de este mundo? No vamos a cambiar el mundo pero sí podemos aliviar el dolor de alguien y modificar alguna de nuestras conductas. ¿Qué lugar ocupa el prójimo en mi vida? Recordemos que “prójimo” es el “extraño que se cruza en el camino”. ¿Qué tan justo soy en el manejo de mis bienes? ¿Qué espacio queda para el compartir generoso y desinteresado? ¿Cuáles son mis excusas para tranquilizar la conciencia y dejarme ganar por la indiferencia? ¿Me conmueve ver hermanos revolviendo la basura? ¿Me hago eco de los discursos que pregonan que el pobre es pobre porque quiere? Hace unos años, mientras cursaba la licenciatura en la universidad, al salir de clases una tarde, me topé con una de las habituales escenas a las que terminamos acostumbrándonos en la ciudad.
Cinco de la tarde. Mucho calor en la ciudad. Los seguí un par de cuadras y, si no fuera porque los veía detenerse en cada contenedor, la imagen inspiraba ternura: papá pedaleando, su hijita -que no pasaría los 9 años- parada atrás con el mentón apoyado sobre el hombro izquierdo y los brazos aferrados al pecho de aquel hombre.
Cinco de la tarde. Calor sofocante. Me pareció que no era pobre porque quería porque como “querer” imagino que querría estar en su casa con el aire, o en la pile, o yendo a buscar a la colonia a su pequeña esperando que le cuente lo divertido que fue todo.
Cinco de la tarde. Temperatura arriba de los 35 grados. No me pareció que fuera un vago. De serlo, no estaría ni pedaleando ni revolviendo la basura. ¿Tendrá trabajo? ¿Quién sabe?
Cinco de la tarde. Calor de cagarse. No me pareció que fuera un planero. Capaz sea beneficiario de un plan o reciba la AUH pero evidentemente no le alcanzaba porque nadie que gane “fortuna” y encima “sin laburar” va a andar revolviendo la basura por hobby.
Cinco de la tarde. El calor ya no se aguanta. No me pareció que fuera un mal padre. “¿Cómo que no? ¿Llevar a su hija a revolver la basura con este calor? Debería estar en la escuela. Ah, claro, las clases terminaron. Bueno, debería estar jugando.” ¿Y si la estaba protegiendo? ¿Y si pensó: mientras esté conmigo nada malo le va a pasar? ¿Y si la calle, con él, era más segura que la casa y la soledad? ¿Tendrá mamá? Tal vez ella sí estaría trabajando, limpiando alguna casa o cuidando a algún enfermo. ¿Tendrá más hermanitos?
Cinco de la tarde. Calor de mierda. No creo que viva de mis impuestos, ni de los tuyos, ni de los de nadie. Así que me acerqué con dos gaseosas y unos sándwiches.
Cinco de la tarde. Ya no podía pensar en el calor. Me quedo con la sonrisa de ella y con las lágrimas en los ojos de él. El resto me lo guardo.
(Enzo, «El ángel de la bicicleta», diciembre 2019).
- Revisar el ropero y toda esa ropa buena que no usás tanto, al igual que el calzado, llevarlos a tu sede o a la parroquia para compartir con quienes menos tienen. Recordá aquello que nos decía San Juan Pablo II hace veinte años: “Es la hora de un nueva « imaginación de la caridad », que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno” (NMI 50). No se trata entonces de “hacer limpieza del ropero” y dar lo que no sirve, está gastado o agujerado por las polillas. “El que tiene dos túnicas dé una al que no tiene”.
- Al hacer las compras te invitamos a adquirir algo de más para compartir. Sabemos que la situación está difícil para casi todos, pero siempre habrá alguien que esté peor que vos. Acordate de la viuda del Evangelio. Volvemos al punto anterior: se trata de compartir generosamente. Si te comprás un kilo de lomo y para compartir comprás un paquete de medio kilo de la polenta de oferta, dejame decirte que no estás haciendo caridad (ni siquiera se trataría de una caricatura de la misma) sino que estás tratando de tranquilizar tu conciencia. Es como quien sale del shopping cargado de paquetes y da un par de monedas al pibe que está mendigando sintiéndose una especie de benefactor de la humanidad que merece un lugar al lado de Madre Teresa de Calcuta. “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber…”
- Regalá algún juguete “nuevo” a algún niño necesitado. Te aseguro que la sonrisa y el brillo de los ojos de esa criatura no se te va a olvidar más. Será el propio Jesús el que te sonreirá en ese pequeño/a.
Llega diciembre y empieza a percibirse eso que llamamos “espíritu navideño”. No sé si en verdad responde al espíritu de la Navidad o si se trata más bien de una puesta en escena. Porque convengamos que el gran protagonista, el Dios-con-nosotros, suele brillar por su ausencia. ¿Dónde vamos a poner al Niño? ¿Qué lugar va a ocupar? Son algunas de las preguntas que deberíamos hacernos. Porque no nos engañemos: lo más complicado de la Navidad es prepararle un lugar a ese niño envuelto en pañales. Se nos va el Adviento desempolvando el arbolito, desenredando guirnaldas de luces, buscando la caja con los adornos, armando el pesebre, cambiándole las pilas al Papa Noel que toca Jingle bells mientras tarareamos la partecita que dice “Navidad llegó y llegó el amor” (y como llegó se fue), discutiendo dónde y con quién la vamos a pasar este año, pensando en la comida, los regalos, recorriendo vidrieras… No puede faltar nada, nada salvo el Niño.
Preparar el camino, hacerle lugar a Jesús, es lo más importante. En lenguaje cristiano a eso lo llamamos conversión, es decir, cambio de mentalidad. Porque la verdadera conversión no pasa por un cambio moral, un simple dejar de hacer algo o empezar a hacerlo. Por supuesto que está buenísimo cambiar hábitos dañinos o asumir hábitos que nos ayuden a vivir mejor. Pero eso dista muchísimo de una auténtica conversión. Convengamos, en primer lugar, que la conversión es una tarea permanente. Todos los días necesitamos sacudir el polvo de la mundanidad que se adhiere a nuestras sandalias. Diariamente necesitamos rectificar nuestras intenciones, sanar emociones, reconocerlas, volver a la casa del Padre, experimentar su abrazo misericordioso, restaurar lazos, revisar nuestros criterios. “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” dice Pablo a los cristianos de Filipos. La conversión es un cambio de mentalidad. Yo puedo cumplir los mandamientos (ya es mucho, seguro, como el joven rico), llevar una vida correcta y respetable (apariencia de santidad, como la de los fariseos), pero puedo hacerlo simplemente por temor al castigo, por falta de coraje para incumplir reglas, por miedo al qué dirán, porque vivo reprimiéndome, por respeto a la autoridad, por comodidad. Y eso no es estar convertido. Pensemos en el hijo mayor de la parábola. “Jamás desobedecí ni una sola de tus órdenes”-proclama. Y sin embargo, vivía en un resentimiento constante que le impedía reconocer a su hermano (“ese hijo tuyo”) y lo llevaba a habitar afectivamente lejos de su padre.
La conversión implica un cambio de mentalidad. Es curioso como el mundo contemporáneo al tiempo que critica determinadas palabras, a las que atribuye una connotación religiosa, busca desvirtuar el significado de las mismas (quizás debamos hacer también un mea culpa) y reemplazarlas por otras que significan prácticamente lo mismo. Hoy está mal visto hablar de “caridad” en su lugar se habla de “solidaridad” y se dice que la primera es vertical y la segunda horizontal. En realidad, lo que sucede es que se confunde a la caridad con la limosna humillante porque muchas veces nuestras prácticas así lo demuestran. Algo similar sucede con el término “compasión”, sentimiento genuinamente cristiano (a Jesús se le removían las entrañas, sentía compasión…) que se lo asocia a la lástima y entonces se elige hablar de “empatía”. Lo mismo ocurre con la palabra “conversión” que reducida al ámbito de la moral pierde su fuerza y pareciera ser un vocablo antiguo propio del mundo religioso. Entonces se pregona la necesidad de una “deconstrucción”. “Hay que deconstruirse”. “Estoy deconstruido”. “Estoy en un proceso de deconstrucción”. ¿Cuántas veces escuchamos estas expresiones? Convertirse (metanoia) no es otra cosa que ese cambio de mentalidad, poner en cuestión, analizar, preguntarse, buscar, para –con la ayuda imprescindible de la gracia– pensar y actuar con los criterios del Evangelio.
Preparar el camino a Belén. Preparar el camino para el encuentro con Jesús. Hacerle lugar al Niño en el corazón. Son los grandes desafíos del Adviento.
En esta semana te proponemos entonces que te tomes un tiempo para examinar tu vida. ¿Cuáles son tus motivaciones? ¿Cuáles son tus convicciones más profundas? ¿Qué lugar ocupa Dios en tu propia vida? (De verdad, sin engaños. ¿Misa dominical? ¿Comunión frecuente? ¿Oración? ¿Amor al prójimo? ¿Contacto con la Palabra?)
Después de ese examen, te invitamos a que des gracias por todo lo bueno que descubras, por los signos de su presencia; para luego, entonces sí, acercarte a hacer una buena confesión. Dale, animate. Hacele lugar a Jesús en el corazón. Y acordate: Sin Jesús no hay Navidad.
En estos días de diciembre, entrado ya el adviento, comenzamos a ver en las vidrieras y en las calles de nuestros pueblos y ciudades, en la tele, algo así como un rebrote tierno de humanidad. La alegría se hace luminosa y florecen las ilusiones. Pero la pregunta es: ¿Dónde ponemos al Niño? ¿Dónde lo ponemos para que no nos moleste?
Porque este Niño -no nos engañemos- ha sido siempre un estorbo. Ya antes de nacer estuvo fastidiando a los vecinos de Belén en plena noche. ¡A quién se le ocurre! Y como era lógico le dieron con las puertas en la nariz.
¿Y al pobre Herodes? ¡El susto que le dio cuando los sabios le dijeron que en Belén iba a nacer el rey de los judíos! Con lo que a él le había costado llegar a ser rey. Muchos inocentes murieron a causa de esto. Y este Niño se larga a la vida muy alegre.
Un molesto el Niño, se lo digo yo. Y para qué le cuento cuando fue mayor. Hasta su familia lo tuvo por loco. ¿Y cuándo se le ocurrió despeñar a los cerdos? Un aguafiestas, se lo aseguro.
Y si no, pregunten a los fariseos, los escribas y los doctores de la ley. ¡Los dolores de cabeza que les dio! Por algo se lo quisieron sacar de encima.
¿Dónde ponemos entonces al Niño para que no nos moleste? Porque si a este Niño se le da por fastidiar… ¿Dónde lo ponemos? ¿En los pesebres de montañas de papel y casitas de cartón? ¿Entre las ovejitas, el asno y el buey? Todo muy tierno. Que no falte nada por favor. Que el Niño se encuentre a gusto para que no nos moleste.
¿Dónde lo ponemos? ¿En la bolsa de plástico mugrienta de la vieja artrósica que pide limosna? ¿Junto a los cacharros multicolores que venden los tobas en las plazas? ¿O lo damos a ese borracho envejecido prematuramente y que termina a diario caído en la vereda? ¿O, tal vez, a esos jóvenes que sueñan con la falsa ilusión que les dan las drogas?
¿Dónde los ponemos? ¿No será mejor llevarlo a las villas, o al asilo de ancianos o a los hospitales, para que cuando el Niño llore o grite no nos moleste? Porque seguro va a llorar y gritar entre tanta miseria, abandono e injusticia.
¿Dónde lo ponemos? ¿Dónde? Porque nos hemos empeñado en celebrar unas navidades felices y sin Niño. ¡Y vamos a conseguirlo!
Iniciamos el Adviento, tiempo de gracia que nos encamina a profundizar la perspectiva escatológica de la vida. Existe una tensión muy fuerte entre la primera venida histórica de Jesucristo en Navidad y la segunda que acontecerá al final de los tiempos en la Gloria; tensión que va resolviéndose y actualizándose en aquellas otras venidas permanentes.
El comienzo del Adviento coincide con el final del año. Nos vemos desbordados de actividades, cierres, exámenes, actos protocolares. Experimentamos el cansancio y el agotamiento. Y, como en una melodía, recitamos y escuchamos aquello de: “no veo la hora de que termine”. Tal vez esto haya sido siempre así. Tal vez no. Pero desde que tengo uso de razón –y en esto la memoria no me falla– no ha pasado un solo año en el que no haya oído o experimentado dicha cantinela. Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, explica que cada época tiene sus propias enfermedades emblemáticas y el nuestro sería un siglo, desde el punto de vista patológico, de enfermedades neuronales: depresión, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno límite de la personalidad, síndrome de desgaste ocupacional. Todas ellas tendrían, para este pensador, su raíz en un exceso de positividad que resulta de la superproducción, el superrendimiento, la supercomunicación. Todo esto genera violencia, agotamiento, fatiga, asfixia. Aparecen fenómenos como el multitasking y el burnout. Una sociedad del rendimiento que se convierte paulatinamente en una sociedad del dopaje. Una sociedad de individuos cansados, frustrados, tristes, desanimados.
Desde una perspectiva cristiana podríamos pensar en la advertencia que nos hace el Evangelio de este primer domingo de Adviento: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos”. ¿Cuáles son los excesos que descubro en mi propia vida? ¿Cuáles son mis aturdimientos? Hay excesos de todo tipo. Generalmente pensamos en la gula, la embriaguez, la lujuria, algún gasto superfluo. Y, sin embargo, hay excesos de trabajo, de rendimiento, de exigencias, de necesidad de afecto o reconocimiento, de ego, de vanidad, de autorreferencialidad, de comodidad, de conformismo, de omisiones. Y esto no es más que una forma de aturdimiento. Jesús nos ofrece la liberación. Nos alienta a tener ánimo, a no dejarnos vencer por los falsos profetas de la desesperanza, a no dejarnos abatir. Nos invita a levantar la cabeza. ¡Qué imagen! Individuos encorvados por el peso de la vida, exhaustos, abúlicos. Máquinas desprovistas de un sentido trascendente, que hacen pero no viven. Individuos encorvados contemplando el propio ombligo, anestesiados bajo los efectos de una indiferencia globalizada. Individuos encorvados incapaces de despegar los ojos de una pantalla. Necesitamos dejar resonar las palabras del Maestro: “Tengan ánimo y levanten la cabeza”.
- Dedicar un día de la semana al menos 15 minutos a la oración: “estén prevenidos y oren incesantemente para quedar a salvo” (Lc 21, 36)
- Desconectarnos un día de la semana al menos 30 minutos para escuchar los sonidos del silencio. Apagar la tele, la compu, la radio, el celu (sí, el celu, aunque sea lo más difícil, nadie se va a morir, la vida seguirá su curso inexorable). Escuchar el canto de los pájaros, el viento, el latir del propio corazón, la voz de Dios.
- Ser austeros, moderados, evitando los excesos en algún aspecto de la vida que nos cueste.
Peregrinamos hacia la gruta de Belén poniendo la mirada en ese Jesús que diariamente viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, la comunidad, la Palabra, en el que tiene hambre, sed, está desnudo, de paso, enfermo, preso, mientras aguardamos la manifestación gloriosa al final de los tiempos.