Aulas del pasado, mentes del futuro: La revolución educativa que nos debemos

Federico Viola* 

Yuval Noah Harari, historiador y escritor israelí, argumenta que nuestro sistema educativo se basa en principios que ya no responden a las necesidades contemporáneas. El pensador sugiere que, al igual que la educación se adaptó para servir a una sociedad industrial, ahora debe transformarse para enfrentar los desafíos de la revolución tecnológica. En este contexto, es urgente y necesario llevar a cabo una revolución educativa que esté a la altura de los tiempos, sobre todo en lo que respecta a los desafíos éticos, sociales y políticos que esta nueva revolución tecnológica implica. 

En efecto, el sistema educativo actual se remonta a la Revolución Industrial, cuando el objetivo principal era crear una fuerza laboral eficiente y homogénea. Las escuelas fueron diseñadas como fábricas, con estudiantes pasando por aulas estandarizadas, aprendiendo conocimientos de manera fragmentada y siguiendo un horario rígido. Esta estructura ha persistido, pero sus limitaciones se hacen cada vez más evidentes. Pues ¿qué sentido tiene seguir formando obreros para fábricas que muy pronto estarán totalmente robotizadas? La educación moderna, con sus aulas llenas de estudiantes y materias separadas por horas, ya no se ajusta a las demandas de una sociedad digital y globalizada. Los estudiantes de hoy necesitan habilidades que el modelo tradicional-industrial vigente no puede proporcionar adecuadamente. 

La inteligencia artificial y otras tecnologías avanzadas están cambiando el mundo a un ritmo sin precedentes. La automatización está eliminando trabajos tradicionales y creando nuevas oportunidades que requieren habilidades tecnológicas y de pensamiento crítico. Las máquinas pueden ahora analizar datos masivos y generar ideas nuevas, algo que antes solo podían hacer los seres humanos. Este cambio radical plantea preguntas fundamentales sobre el futuro del trabajo y la educación. Las competencias necesarias para prosperar en este nuevo entorno incluyen no solo conocimientos técnicos, sino también habilidades blandas como la adaptabilidad y la resolución creativa de problemas. Los que pensaban que con saber operar una máquina ya estaba todo solucionado, lamento tener que comentarles que la máquina ahora puede operarse sola. 

Para estar a la altura de estos desafíos, por lo tanto, el sistema educativo debe transformarse. Necesitamos una educación que sea personalizada y flexible, capaz de adaptarse a las necesidades individuales de los estudiantes. La tecnología puede jugar un papel crucial en esto, proporcionando herramientas de aprendizaje adaptativo y acceso a recursos educativos globales. Además, es esencial adoptar metodologías pedagógicas innovadoras que fomenten el aprendizaje activo y colaborativo. Los docentes deben ser capacitados en estas nuevas tecnologías y metodologías, y su rol debe evolucionar de ser meros transmisores de información a facilitadores del aprendizaje. Porque, seamos sinceros, si el dictado de clases ha cambiado muy poco en los últimos cien años, tal vez ya sea hora de animarse a hacer algunos cambios estructurales. 

Asimismo, en un mundo dominado por la tecnología, es crucial que la educación también incluya una sólida formación ética. Debemos preparar a los estudiantes para enfrentar dilemas morales complejos y fomentar una conciencia empática hacia todas las formas de vida sintiente. Como señala Harari, la inteligencia y la conciencia son distintas, y es posible que las futuras inteligencias artificiales no compartan nuestros valores humanos. Por lo tanto, es fundamental que eduquemos a las nuevas generaciones en valores éticos que promuevan un mundo más justo y compasivo. A menos que, por supuesto, queramos una sociedad llena de genios tecnológicos que no sepan distinguir el bien del mal. 

Por eso, no sólo es menester que los estudiantes aprendan nuevas habilidades, sino también que sean capaces de desaprender conocimientos y hábitos obsoletos. Desaprender implica soltar viejas formas de pensar y estar abiertos a nuevas ideas y métodos. Este proceso es crucial para poder adaptarse continuamente a las transformaciones que se avecinan. El “des-aprendizaje” es un componente esencial de la resiliencia educativa en la era de la inteligencia artificial, permitiendo a los individuos reajustarse y evolucionar junto con el cambio social. Porque, francamente, aferrarse a lo conocido en un mundo que cambia a la velocidad de la luz no parece una estrategia muy inteligente. 

En resumen, la revolución tecnológica actual nos obliga a repensar y transformar nuestro sistema educativo. Es decir, necesitamos una educación que no solo responda a las necesidades del presente, sino que también prepare a los estudiantes para los desafíos del futuro. Esta revolución educativa debe ser inclusiva, flexible y ética, capaz de aprovechar las oportunidades que ofrece la tecnología sin perder de vista la humanidad que nos define. Solo así podremos construir una sociedad preparada para enfrentar los retos del siglo XXI, con ciudadanos informados, críticos y empáticos. Además, es imperativo que enseñemos a las nuevas generaciones la importancia de desaprender, adaptándose a un mundo en constante cambio para poder prosperar en un futuro incierto. Porque, al final del día, no se trata solo de sobrevivir a la revolución tecnológica, sino también y, sobre todo, de vivir plenamente en ella.  

* Doctor en Filosofía. Director del Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Santa Fe. 

Nota publicada en El Litoral



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