GONZÁLEZ, CARMEN – La dimensión emocional de la Persona en la formación en valores. Un aporte desde el personalismo fenomenológico

Dra. Carmen González

cgonzalez@ucsf.edu.ar

Universidad Católica de Santa Fe

Miembro del comité académico del V Congreso Iberoamericano de Personalismo

Resumen

El acto de educar no puede soslayar la tarea de hacer explícitas nuestras concepciones antropológicas para revisar permanentemente nuestras prácticas y dar razones adecuadas de nuestras decisiones; uno de los más comunes supuestos sobre los cuales se apoyan muchas tareas educativas es la tácita afirmación de la centralidad del intelecto. Aun cuando las más diversas teorías pedagógicas contemporáneas nos muestran con evidencia lo complejo que somos en tanto sujetos de la educación, aun así, seguimos centrando nuestros esfuerzos en lograr la objetividad, lo racional, como aquello que una persona educada debe desarrollar. La intención de este trabajo es desandar el camino de la educación formal logo-céntrica hacia una concepción realmente integral de la persona que se presenta como un ser vivo multidimensional. De esas múltiples dimensiones que constituyen a la Persona, voy a detenerme en la dimensión emocional; quisiera proponerles re-descubrir la riqueza de las emociones en tanto “puente con la realidad” y, en consecuencia, fuente de conocimiento.

Palabras claves: educación – antropología – intelecto – emociones – valores

Abstract

The act of educating cannot avoid the task of making explicit our anthropological conceptions in order to permanently review our practices and give adequate reasons for our decisions; one of the most common assumptions on which many educational tasks are based is the tacit statement of the centrality of the intellect. Even though the most diverse contemporary pedagogical theories show us with evidence how complex we are as subjects of education, even so, we continue to focus our efforts on achieving objectivity, the rational, as what an educated person must develop. The intention of this work is to retrace the path of the formal logo-centric education towards a really integral conception of the person who is presented as a multidimensional living being. Of those multiple dimensions that constitute the Person, I will stop in the emotional dimension; I would like to propose you to rediscover the richness of emotions as a “bridge with reality” and, consequently, a source of knowledge.

Keywords: education – anthropology – intellect – emotions – values

Introducción

Uno de los efectos inmediatos de adentrarse en este movimiento es que nos permite volver a mirar cuál es el sujeto de nuestros actos: educativos, organizacionales, de atención de la salud, políticos, religiosos, estéticos… y volver a mirar a quiénes y para quiénes los realizamos no puede dejarnos indiferentes o mantener siquiera la inercia del cómo veníamos haciendo nuestras tareas. En mi caso, el personalismo que asumo desde hace tiempo ya, me ha llevado a redefinir a la Persona como sujeto de la Educación y ello me llevó a repensar cómo y para qué educamos.

Uno de los primeros efectos ha sido tratar de redefinir aquello que solemos llamar, sin más, “educación integral” —sobre todo en este último año en el que en Argentina el calificativo “integral” lejos de calificar acciones que miran a toda la persona, la proponen de modo desintegrado—. En educación sabemos que buscamos educar a toda la Persona; sin embargo, tanto en las instituciones escolares como en las de educación superior, seguimos centrando la atención en la dimensión intelectiva o, como mucho, permitiendo otros espacios tan solo para hacer más efectiva la instrucción intelectual, como es el caso de nuevos espacios para la consideración del cuerpo o de las emociones pero casi siempre con el objeto de  disciplinarlos y ponerlos al servicio de  una más efectiva educación del intelecto. Incluso llegamos a leer o escuchar expresiones tales como “educar el cuerpo” o “educar las emociones” cuando, en realidad lo único que es educable es la persona misma y nunca sus cuerpos o sus emociones.

Esto nos lleva a la necesidad de hacer explícitas nuestras concepciones antropológicas para descubrir que aun cuando las neurociencias nos muestran con evidencia la íntima conexión entre los procesos neurológicos y nuestros actos o acciones físico-motoras o emocionales y deliberativas, aun así, seguimos centrando nuestros esfuerzos en lograr la objetividad, lo universal, en definitiva, lo racional, como aquello que una persona educada debe desarrollar. La descripción de Aristóteles del hombre como “animal racional” sigue estando como sostén implícito de nuestras tareas educativas.

La intención de este trabajo que comparto hoy con ustedes es desandar el camino de la educación formal logo-céntrica hacia una concepción realmente integral de la persona que se presenta como un ser vivo multidimensional que está, desde su concepción hasta su muerte, en un proceso constante de crecimiento y desarrollo, es decir, de educación. De esas múltiples dimensiones que constituyen a la

Persona, voy a detenerme en la dimensión emocional como aquella que nos permite entrar en contacto con la realidad del mundo exterior y el interior de uno mismo. Quisiera proponerles re-descubrir la riqueza de las emociones en tanto “puente con la realidad” y, en consecuencia, fuente de conocimiento y hacerlo desde la perspectiva de la fenomenología expresada en autores con Max Scheler.

Hacia la superación de los dualismos antropológicos

Solemos decir que la Antropología Filosófica, tal como se la concibe hoy, surgió en la primera mitad del siglo XX. Esto no significa que antes de este momento la Filosofía no se hubiera ocupado del hombre —de hecho, es el tema primero y más evidente al preguntar filosófico— pero es precisamente porque siempre se lo consideró un tema propio que se lo abordó de modo “temático” es decir, como un qué que debe ser definido, explicado o al menos descripto. De este modo, los filósofos de la antigüedad griega y medieval se esforzaron por construir una concepción que diera cuentas de la relación entre el cuerpo y el alma que nos constituye, no pudiendo salir efectivamente del objetable dualismo.

Veamos con algo de detenimiento esta cuestión. Los dualismos constituyen miradas de la realidad que la abordan en relación con las “partes”: todo está hecho o conformado por dos partes, más o menos independientes: una parte material, que en el caso del hombre se expresa en el cuerpo, y otra parte inmaterial que se expresa con el término alma. Si cuerpo y alma constituyen una unión accidental, poco feliz, condenatoria del alma o más bien una unidad sustancial de mutua dependencia, pero de subordinación de una sobre la otra, no hace más que presentar al hombre como un ser que debe aprender a armonizar esas partes (¿educarse?) para el logro de un equilibrio que le permita vivir bien. Pero en todos los casos, y aun cuando se presenta al hombre como una unidad integral, se mantiene la idea de una bipartición operativa en la que cuerpo y alma aportan aquello que las define para la operación propia de la otra parte, perpetuando “el dualismo que teóricamente se quiere eliminar” (Burgos, 2012: 276). Sin caer en el error de decir que estas teorías clásicas yerran en su manera de definir al hombre, podemos decir, junto a algunos filósofos de comienzos del siglo XX[1], que más bien lo abordan de un modo incompleto y proponer hacerlo desde la experiencia de la propia subjetividad o vivencias de nosotros mismos para descubrir que nos constituyen tres dimensiones —no partes— como son la dimensión de la corporeidad, la afectividad o emociones y la dimensión espiritual.

Algunos de los filósofos alemanes de principios del siglo XX se reunieron en torno a la figura del padre de la fenomenología, Edmund Husserl, en la medida en que encontraron allí una posibilidad de huir del psicologismo por un lado y del positivismo por otro, reinantes en ese mundo cultural. En este movimiento, muchos descubrieron la plataforma desde donde redescubrir la reflexión filosófica en vínculo indisoluble con la realidad partiendo de las vivencias interiores o experiencia vivida. De este modo, filósofos como Scheler, Stein, Reinach, Von Hildebrandt o el mismo Husserl —entre otros— encontraron la manera de describir aquello que nos identifica en tanto personas a partir del análisis de las propias vivencias. En ellas se puede descubrir cómo se integran en nosotros distintas esferas o dimensiones que se ponen en juego de modo vincular en cada experiencia que vivimos.

Me permitiré retomar un clásico ejemplo, utilizado por estos autores, para hacer consciente en todos nosotros esa multidimensión que nos constituye. Cada uno de nosotros puede hacer en este momento experiencia de su dimensión corpórea en la medida en que puede sentir externamente su cuerpo sobre la silla, o el brazo de la persona que está al lado, o hasta la dureza del material de la silla; podemos sentir al mismo tiempo la incomodidad o el confort que sentimos internamente en relación con estas circunstancias descritas. En todos estos casos hemos experimentado, es decir, nos hemos dado cuenta, de que somos una corporeidad —y no un puro espíritu— que habita este aquí y ahora. Además, podemos experimentar el cansancio, la expectativa o incluso la sorpresa que todo este ejercicio nos produce o el deleite de estar un lugar que anticipamos con la imaginación. Es decir, que nuestra corporeidad experimentada nos permite experimentar al mismo tiempo, un cúmulo de sensaciones o estados de ánimos que simplemente suceden en nosotros, pero a los cuales no estamos simplemente sometidos. En este nuevo momento de la experiencia que les propongo, se manifiesta a nuestra conciencia un cierto padecer que no buscamos, sino que simplemente vivimos frente al cual también podemos experimentar también la posibilidad de decidir sobre ellos: por ejemplo, cada uno de ustedes puede decidir en este momento, retirarse de esta sala o cambiar de posición o hablar con alguien para compartir su apreciación sobre todas estas cosas que digo o que piensan.

Seguramente, en todo este ejercicio habrán reparado en el sentir no físico, es decir en lo que pasivamente les sucede (el aburrimiento, la sorpresa, el agrado o la incomodidad): a esto los fenomenólogos denominan emotividad y la describen como “un hecho psíquico esencialmente distinto y cualitativamente diferente de las reacciones del cuerpo” (González, 2013: 151). En otras palabras, se ha manifestado la emotividad como una dimensión intermedia entre mi yo más profundo y mi modo de ser más externo, es decir, mi corporeidad: “De este modo, el conjunto de sensaciones o sentimientos variadísimos que experimenta todo hombre nos revela la estructura somática (o corpórea) del sujeto que es cada hombre y se convierte en el instrumento necesario para experimentar la subjetividad integral que somos” (González, 2013: 151). En toda experiencia vivida se manifiesta la triple dimensionalidad de la Persona: corporeidad, emocionalidad y espiritualidad.

Decimos corporeidad y no cuerpo —para tomar distancia del acento que se pone en la materia—, decimos emocionalidad y no alma —para evitar el dualismo y rescatar esa dimensión de pura afección pasiva— y nos referimos a lo espiritual como a aquella dimensión que nos permite tomar conciencia y decidir qué hacer con todo lo que vivimos. En esa radicalidad de la experiencia toda persona se manifiesta dueña de sí, capaz de autogobierno y no un mero ser biológico sometido a las leyes de la naturaleza o un ser puramente espiritual “intocable” por el mundo exterior. Toda persona está constituida por estas tres dimensiones inescindibles: no hay corporeidad sin conciencia de serlo ni conciencia sin afecciones o padecimientos y posibilidad de elegir qué respuesta dar o cómo actuar.

Sin embargo, en cualquier proceso educativo, si hablamos de la educación formal, ¿cuánto espacio tiene en la enseñanza y el aprendizaje la atención a nuestra corporeidad, a nuestra emotividad? Aun cuando nos comprometemos con la llamada “educación integral”, solo nos orientamos al desarrollo de la esfera intelectual confiando en que, desde allí, la voluntad sabrá obrar correctamente, controlando las emociones y manejando nuestra corporeidad como quien manipula un objeto material.  En otras palabras, seguimos llevando adelante nuestras tareas educativas desde un dualismo no consciente pero limitante la hora de juzgar sus efectos en una real promoción integral de la persona.

La dimensión emocional en la formación de la Persona

Quisiera trabajar ahora la cuestión de las emociones, en tanto puente con la realidad, tanto interna como externa. Ya Aristóteles en la Ética a Nicómaco definía a la emoción como una afección del alma acompañada de placer o de dolor como modos de reconocimiento del valor o la importancia que tiene una situación o un objeto que provoca tal afección. Por tanto y en este marco, podríamos decir que las emociones son reacciones inmediatas (afecciones) a una situación favorable o desfavorable la cual sirve para “poner en alarma a todo ser vivo y disponerlo para afrontar la situación con los medios a su alcance”[2]. Es decir que ya en la antigüedad se afirmaba la capacidad del hombre, en tanto facultad del alma racional, para estimar o valorar las circunstancias por medio de sensaciones de placer o de displacer.

En la época contemporánea, desde el ámbito de las neurociencias se reconoce la influencia de ciertas zonas del cerebro humano que intervienen en la toma de decisiones u opciones morales; descubriendo en numerosos experimentos la conexión entre el neo-cortex como centro dedicado a la cognición y las zonas sub-corticales o centros límbicos en los que se registran las emociones, la neuropsicología afirma el vínculo necesario entre el pensar y el sentir para la toma de decisiones[3]. Es conocido el caso de Phineas Gage —ocurrido a mediados del 1800 en Estados Unidos pero estudiado recientemente en el Universidad del Sur de California— que habiendo dañado tras un accidente parte de su cerebro en la que se encuentran las áreas responsables de las emociones y la motivación mantuvo intactas sus capacidades cognitivas y motoras pero perdió su capacidad para decidir y encontrar motivaciones, modificando finalmente toda su personalidad[4].

Por tanto, si bien las ciencias actuales distinguen el área de las emociones del pensamiento deliberativo, muestran que nuestras acciones y reacciones serán apropiadas o correctas en la medida en que emociones y razón se vinculen. Esta nueva perspectiva científica viene a colaborar con los dicho por algunas líneas filosóficas desde comienzos del siglo XX que rompen con aquella tradición que sostuvo que la razón comprende lo verdadero y bueno y ello es suficiente para mover a la voluntad en esa dirección. Tanto en las tradiciones de la reflexión ética clásica como en las modernas puede reconocerse el primado de la razón que orienta los sentimientos o los reordena a los fines que esta prescribe; tal como sucede con los elementos que pueden entorpecer una noble tarea será conveniente tenerlos bajo control para que el logos nos conduzca a la virtud. Ahora bien, algunos filósofos han intentado demostrar que hay ciertas regiones de la realidad que la razón no puede percibir y que es más bien una afección emocional el instrumento que bien se aplica a estos casos. Como Pascal —allá junto a Descartes— Scheler y otros fenomenólogos han mostrado que la razón proporciona el conocimiento de los objetos, pero no alcanza a descubrir el valor que ellos tienen; ese des-cubrir de los valores en tanto cualidades de la realidad es fruto de un acto puramente emocional-intencional, es decir se da siempre como acto de intuición frente a un objeto o circunstancia dada. Es importante afirmar este rasgo de intencionalidad puesto que nos permite, desde el inicio, superar la ilusoria disyuntiva de fundar nuestra vida moral en lo objetivo, universal y por tanto racional por un lado o lo subjetivo de las emociones.

Según Scheler y como reacción al formalismo kantiano, existe un orden de realidad que funda nuestras acciones morales y que no puede ser aprehendido por la razón: se trata de los valores y es necesario insistir que “entre las esencias valiosas o valores y los hechos de experiencia existe la misma relación que entre las esencias inteligibles y los hechos empíricos captables por los sentidos” (Derisi, 1979: 62),  es decir, que no se trata de algo subjetivo por irracional.

(…) la experiencia de lo real se da siempre junto con una carga de afectividad. En la experiencia de un objeto, cualquiera sea se da simultáneamente una reacción afectiva de atracción o rechazo que no corresponde a una mera sensación subjetiva sino que, más bien refiere al carácter ineludiblemente emocional con que el sujeto siempre recibe el dato del mundo. (González, 2013: 93)

Los valores, entonces, son el mundo mismo dado a nosotros de una forma nueva y ajena al modo en que le es dado a la razón; los valores son dados al sujeto a través de una intuición emocional. Esta nos des-cubre dos tipos de objetos: los preferidos y amados o los postergados u odiados y es esa intuición entonces la que funda nuestros actos morales. Esta hiper-emocionalización de la conciencia es uno de los rasgos de la ética scheleriana que más críticas ha recibido en tanto pretendiendo dejar a la razón en un segundo plano, parece condenarla a la inacción en el momento de la deliberación sobre nuestros actos, pero no me detendré ahora en esta crítica.

Asumiendo la novedad de la propuesta de Scheler y considerando el riesgo que supone el no ver que nuestros actos morales son respuesta consciente y no reacción involuntaria, podemos aceptar el cambio de perspectiva y considerar la necesidad de otorgar a las emociones un papel fundamental en nuestros actos cotidianos. Lejos de pertenecer a una zona oscura e ingobernable por ser irracionales podríamos darnos la oportunidad de pensar que siendo algo distinto a la razón son esa facultad que necesitamos para percibir aquello que la razón no ve y repensar nuestros actos educativos desde las emociones mismas y no luego de controlarlas.

Tal vez vaya siendo útil comenzar a considerar las emociones como fuente de conocimiento: ellas nos dicen algo del mundo, pero también dicen mucho de nosotros mismos en relación a todo lo que nos rodea. Siendo esa fuente de conocimiento cumplen también la función de motivar nuestros actos puesto que, si lográramos desconectar nuestras emociones de nuestra razón, sería posible que no nos sintiéramos motivados para actuar. Daniel Goleman, padre de la teoría sobre la Inteligencia Emocional, refiere un caso de análisis clínico que puede ilustrar esta idea que pretendo proponer:

Se trata de un excelente abogado de empresa que sufrió un tumor cerebral, pero que se diagnosticó pronto y lo operaron con buenos resultados. Sin embargo, durante la intervención el cirujano tuvo que cortar circuitos que conectan zonas muy importantes del córtex prefrontal (el centro ejecutivo del cerebro) y la amígdala, en la zona del cerebro medio dedicada a las emociones. Tras la operación se produjo una circunstancia clínica sumamente desconcertante. Según todas las pruebas de coeficiente intelectual, memoria y atención a las que lo sometieron, el abogado seguía siendo igual de inteligente que antes, pero ya no podía hacer su trabajo. Lo despidieron. No funcionó en ningún otro puesto. Al principio, el neurocientífico quedó completamente perplejo, porque según todas las pruebas neurológicas el paciente estaba bien, pero luego encontró una pista, al preguntarle: «¿Cuándo quiere que volvamos a darle turno?» Descubrió entonces que el abogado podía decirle las ventajas y los inconvenientes racionales de todas las horas disponibles durante las dos semanas siguientes, pero se veía incapaz de decidir cuál resultaba mejor. Según el neurocientífico que atendió el caso, para tomar una buena decisión tenemos que aplicar sentimientos a los pensamientos, pero la lesión provocada al extirpar el tumor había tenido como consecuencia que el paciente ya no lograra conectar lo que pensaba con las ventajas y los inconvenientes emocionales. (Goleman, 2013: 28)

Nos dicen algo del mundo exterior, nos dicen algo de nosotros mismos respecto del exterior, nos movilizan para actuar o para evitar hacerlo y, sin embargo, las emociones siguen sin tener lugar en la educación más que para prender a dominarlas. Muchos de los grandes intentos por llevar el tema de las emociones al ámbito educativo persiguen el propósito de darnos herramientas para reconocerlas, controlarlas y que no afecten nuestro rendimiento. De ese modo —se dice— aprendemos mejor, trabajamos mejor y manejando el stress vivimos mejor.

Asumir la dimensión emocional para propuestas educativas

Desde la década del 90 conocemos, sostenemos y difundimos la teoría de las inteligencias múltiples. En ella Gardner sostiene que la inteligencia es una capacidad y que, como tal, exige ser desarrollada; desde la filosofía podemos decir que está presente en todo hombre y ello es la base de un principio indiscutible como es el de la educabilidad de toda persona. Su desarrollo permite a cada persona el logro de capacidades necesarias para adaptarse al entorno, solucionando problemas o creando productos o servicios que mejoren la calidad de vida de todos. Ahora bien, en esta teoría lo novedoso es que se afirma que todos los hombres poseemos diferentes tipos de inteligencias y que podríamos identificar hasta siete u ocho, combinadas o independientes que estarían presentes de modo diverso en cada uno. Esto hace imprescindible la consideración personalista de la educación ya que nos obliga a colaborar en el autoconocimiento del estudiante de modo tal que pueda descubrir y desarrollar ciertas capacidades que encuentra con facilidad y evitar la frustración de no lograr un modelo único o meta universal a la que deberían llegar cada cual.

En esta perspectiva, otra teoría retoma las inteligencias intrapersonal e interpersonal para proponer allí el desarrollo de la denominada Inteligencia Emocional. En este otro marco teórico, Daniel Goleman define a la Inteligencia Emocional como la habilidad para tomar conciencia de las emociones propias y ajenas, para regularlas. Por tanto, y asumiendo estas teorías, muchos de los que estamos aquí nos comprometemos desde hace unos veinte años en educar hacia el desarrollo de competencias, es decir, nos comprometemos en hacer de nuestros alumnos, personas competentes, preparadas para desenvolverse exitosamente en la vida.

Ahora bien, me voy a permitir sospechar que estas teorías científicas y pedagógicas que, en principio, incluyen a las emociones como una dimensión educable en realidad no salen de la lógica logo-céntrica precisamente porque las consideran educables y no como una fuente de conocimiento y educación de la Persona. En ellas puede verse que la consideración de las emociones que se hace responde a una intención de hacerlas entrar en una zona de control racional: identificándolas podemos auto-regularlas, educarlas dicen algunos. Se trata entonces de aceptar que ellas juegan un papel importante en el desarrollo de nuestra conducta, pero no se termina de superar una tendencia a su subordinación a la razón.

Siguiendo la teoría de Scheler se me ocurre pensar en que puede ser más valioso asumir la emocionalidad de la persona como una fuente alternativa de conocimiento, diversa de la razón, que con sus propias reglas a-lógicas nos estarían mostrando lo valioso, atractivo y realizable de una circunstancia o lo rechazable, punible y evitable de otras. Una formación en valores que pudiera partir de la experiencia emocional de los alumnos les diría mucho más que partir de una definición conceptualizante del valor. Sabemos que se aprende mejor cuando la experiencia está atravesada por la afectividad; sin embargo, ¡qué pocas son las ocasiones en las que en nuestras aulas partimos de hacer experiencia con los estudiantes! En escazas ocasiones ponemos a los estudiantes en ocasión de sentir para descubrir allí algo que merece ser conocido. Aunque sostengamos, convencidos, que queremos una educación integral, seguimos centrando el proceso de enseñanza y aprendizaje en lo que podemos comprender, conceptualizar, memorizar, explicar y, con suerte, aplicar con y desde el uso de la razón.

Algunas consideraciones finales

El tema que nos convoca en este V Congreso es el de la Formación de la Persona; sabemos que podemos hablar de formación porque en toda persona nada hay determinado y concluido, sino que lo propio de ser persona es estar siempre haciéndonos, formándonos. También sabemos que la formación no tiene que ver exclusivamente con la educación formal pero también es cierto que, si quedara solo en el ámbito de lo no formal, no podríamos garantizar la igualdad de oportunidades que toda persona merece por ser educable.

Que toda persona sea educable supone que tiene una estructura ontológica tal que le permite realizar todas sus potencias y ellas son tanto intelectivas como corpóreas y afectivas. Si superamos tanto la tendencia dualista como logo-céntrica, estaríamos en condiciones de decir que todo proceso educativo se consagra a la educación integral de la Persona. Me permito sugerir que un buen camino para el logro de este propósito puede ser volver a insertar a la persona que se educa en-el-mundocon-otros, provocar experiencias en las que “toquemos” la realidad, con todos los sentidos externos y nos dejemos tocar, con las emociones y lo con lo que en nuestro interior se despierta. Una formación en valores que parta de este hacer experiencia podría dar lugar a personas realizadas; no sé si hábiles para adaptarse al entorno y resolver con éxito los problemas, pero, tal vez, sí personas que se van haciendo plenamente personas en-el-mundo-con otros.

Bibliografía

  • Burgos, J. M. (2012). Introducción al personalismo. Madrid, España: Biblioteca Palabra.
  • Derisi, O. (1979). Max Scxheler. Ética material de los valores. Madrid, España: Magisterio español S.A.
  • Goleman, D. (2013). El cerebro y la inteligencia emocional. Barcelona, España: Ediciones B.
  • González, C. (2013). Fenomenología, ontología y ética. La fundamentación de la moral en Karol Wojtyla. Buenos Aires, Argentina: Biblos.
  • Rosetti, L. (2017). Emoción y sentimientos. Buenos Aires, Argentina: Planeta.

[1]   Como por ejemplo J. Marías, Maritain, Mounier o los fenomenólogos realistas como Scheler, Stein, Von Hildebrandt o Wojtyla, entre otros.

[2]   Ver Emoción en Abbagnano, Nicola (1996). Diccionario de Filosofía. México: Fondo de Cultura Económica.

[3]   Ver Capítulo La Autoconciencia en Goleman, Daniel (2013). El cerebro y la inteligencia emocional Tr. de Carlos Mayor. Barcelona: Ediciones B, consultado en www.edicionesb.com

[4]   Cfr. Lopez Rosetti (2017). Emoción y sentimientos. No somos seres racionales, somos seres emocionales que razonan. Bs As: Planeta, pp 91 a 97.