Por Federico Viola* y Federico Aldao**
¿Cuándo dejamos que la política se convirtiera en una historia de un rey autoritario y sus siervos obedientes? ¿Cuándo cambiamos el ágora, donde los ciudadanos debatían y participaban, por un cómodo living donde miramos la televisión esperando que alguien nos diga qué hacer? Esa sonrisa que promete soluciones también nos recuerda que debemos portarnos bien para evitar problemas. De la antigua Atenas a la política actual, algo importante se perdió en el camino.
¿Pero qué fue lo que se perdió? Según Hannah Arendt, cambiamos la verdadera acción política, la que surge del diálogo y la capacidad de iniciar algo nuevo, por el mando y la obediencia, por la representación. Antes, el ciudadano se animaba a levantar la voz. Ahora, somos espectadores, que muchas veces nos escondemos detrás de una máscara digital para soltar desde un rincón oculto, una flor apócrifa que se convierte en belleza falsa en el río de la opinión pública. La libertad, que era la base de la política, se ha vuelto un lujo para unos pocos que controlan el Sistema.
En la antigua democracia ateniense, la libertad no era solo una palabra bonita utilizada en discursos grandilocuentes. Era una condición fundamental del espacio público. Los ciudadanos discutían y nadie tenía el monopolio de la verdad. Cualquier persona podía levantar la mano y opinar sobre los asuntos de la ciudad. No existía la figura del “político profesional”. Los atenienses sabían que la política era asunto de todos.
Hoy estamos atrapados en un círculo de mando y obediencia. Los gobernantes mandan y el resto, obedecemos. Aunque digan que la democracia moderna se basa en el “poder del pueblo”, la mayoría siente que nuestro único poder es elegir entre versiones del “mismo líder” cada cuatro años. Es casi una parodia de la política real: votamos, cambiamos de canal y volvemos a la programación de siempre, donde nada realmente cambia.
Arendt nos recuerda que la verdadera política no se trata de obedecer, sino de estar juntos, hablar y tomar decisiones colectivas. ¿Y qué pasó con el diálogo? Parece que lo cambiamos por monólogos en redes sociales y discursos rimbombantes que no dicen nada, palabras que llenan el “aire” pero se deslizan frías y sin vida. El “diálogo político” se ha convertido en un mal espectáculo donde cada uno grita más fuerte. Todo esto se presenta como un debate, pero es un simulacro de diálogo que está lejos de la pluralidad que Arendt defendía. Estamos más interesados en acumular seguidores que en entendernos unos a otros.
La libertad, según Arendt, es la capacidad de empezar algo nuevo e imprevisible. Esa capacidad es lo que da sentido a la acción política. No se trata de seguir un guión escrito ni de actuar como marionetas. La libertad implica riesgo, aceptar que no sabemos qué va a pasar cuando los ciudadanos se reúnan y decidan actuar. ¿Y acaso no es eso lo que tanto incomoda a quienes están en el poder? La acción política verdadera asusta a quienes quieren tener todo bajo control. No es difícil entender por qué prefieren un electorado obediente y predecible.
Hoy, la política se ha convertido en una gestión burocrática que se limita a mantener el “orden”, y ese orden se entiende como la ausencia de cambios. Nadie quiere el caos, pero tampoco deberíamos aceptar una vida política donde todo está decidido de antemano. Donde la única acción que tenemos es votar cada cierto tiempo, mientras que las decisiones importantes se toman sin consultarnos. Nos dicen que todo está bajo control, que sigamos mirando nuestras series y no hagamos ruido.
En esta misma línea, Byung-Chul Han se atreve a afirmar que la política es un “acontecimiento” que escapa a todo cálculo y predicción. Representa discontinuidades, rupturas, apertura, renovación. La política entendida como acontecimiento pone en juego un “afuera” que nos hace surgir como sujetos políticos arrancándonos del sometimiento y la obediencia. Abre una fisura en la certeza dominante.
Recuperar el sentido de la política significa romper con la comodidad de la obediencia y volver al diálogo. Significa aceptar que no necesitamos líderes mesiánicos, sino espacios donde podamos ser libres, donde podamos hablar, disentir y empezar algo nuevo juntos, donde “acontezca” la política ¿Difícil? Sí, sin duda. Pero también es la única manera de salir de esta versión empobrecida de la política que nos mantiene pegados al sillón, esperando que alguien más haga el trabajo por nosotros.
Tal vez sea hora de dejar de ser simples espectadores y empezar a ser protagonistas de esta obra a la cual llegamos ya comenzada. Quizás la verdadera revolución que necesitamos no sea tecnológica ni económica, sino una revolución de la palabra, del encuentro, del estar juntos.
Recuperar la política como un espacio para todos es un desafío enorme, especialmente cuando estamos tan acostumbrados a delegar. Pero vale la pena intentarlo. Al final del día, la libertad no es algo que nos dan, sino algo que debemos crear, defender y vivir. Recuperar la política, el diálogo y la capacidad de empezar algo nuevo es la única forma de volver a ser ciudadanos en el sentido pleno de la palabra.
*Doctor en Filosofía. Director del Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades (FFH) de la Universidad Católica de Santa Fe.
**Becario de investigación en el Instituto de Filosofía de la FFH – UCSF.