Conmemoración patria por Güemes y Belgrano

Este jueves, autoridades, alumnos, docentes, personal administrativo y de mantenimiento participaron del izamiento de la Enseña Patria, en el patio central de la Sede Virgen de Guadalupe. Fue para conmemorar a los próceres Gral. Martín Miguel de Güemes y Gral Manuel Belgrano.

El rector, Mgter. Lic. Eugenio Martín De Palma, guío este momento especial en el cual se bendijo la nueva bandera que desde hoy flamea en el mástil del patio de la UCSF. El vicerrector de Formación, Pbro. Lic. Carlos Scatizza tuvo a su cargo la bendición, en tanto el profesor José Ignacio Serralunga ofreció unas palabras alusivas.

El canto del Himno Nacional, brindó el cierre para este gesto patriótico de la comunidad universitaria.

Compartimos las palabras del Prof. Serralunga

“Que don Manuel Joaquín del Corazón de Jesús  se levante, haga flamear la celeste y blanca contra el cielo del Paraná, y con un juramento a los gritos, al que desde el monte responda con ecos de montaña don Martín Miguel, nos haga despertar de este sopor.”

Muy poco tino mostró el Director Supremo José Rondeau  al ordenarle a los Ejércitos de Los Andes y del Norte que abandonasen la guerra contra el español para ir a sofocar la rebeldía de las provincias litoraleñas. Debió saber que no era posible darles esa orden a los jefes de esos ejércitos:  San Martín y a Belgrano. Que guiaran esos ejércitos creados con misión libertaria hacia una lucha interna era inaceptable. San Martín, con su olímpica desobediencia a la orden se ganó la inquina de los porteños centralistas y finalmente el destierro. Belgrano, con su más diplomática desobediencia, determinó para sí un final aciago. Esa patriótica insubordinación permitió que Francisco Ramírez y Estanislao López vencieran en Cepeda y llegaran hasta la misma pirámide de mayo.

Los porteños, con el enemigo en sus puertas, no se animaban a salir a la calle. El caos reinaba entre las autoridades porteñas. Y allí, a esa ciudad derrotada fue a morir Belgrano. Casi preanunciando un tango fue a dar con sus últimos días a la vera del río del color de león, a unas pocas cuadras del cabildo que lo viera revolucionario, y a pasitos de su querido convento de Santo Domingo donde fue llevado, ataviado con su hábito de terciario dominico, a descansar para siempre. En el silencio de la ciudad, con la gente dentro de sus casas. Sin bandas militares ni desfiles, sólo unas campanadas y un vuelo de palomas aturdidas le dirían adiós a uno de los más grandes.

No sería aquella desobediencia la única muestra de su decisión por luchar sólo por la libertad y la independencia de su pueblo –vaya la coincidencia, así se llamaban las baterías que a la vera del Paraná servirán para izar por primera vez la celeste y blanca: por su iniciativa, los soldados de la revolución tenían ya su escarapela blanca y azul celeste para identificarse. Y de sobre pique, la bandera.

La bandera izada representa, por primera vez, la idea de emancipación real, el nacimiento de una nueva nación a los ojos del mundo, una osadía y un desafío que asustó al gobierno central, que se debatía entre seguir la guerra o acomodarse lo mejor posible a una transición que no se terminaba de resolver. “… haga pasar como un  rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente y sustituyéndola con la que se le envía…” le respondieron.

Deberíamos retrotraernos unos años e imaginar a Belgrano estudiando en España, luego como Secretario del Consulado Español en Buenos Aires, desarrollando proyectos vinculados a la educación de las mujeres, a la creación de escuelas de náutica y de Matemáticas, proponiendo ideas del cuidado del ambiente y del desarrollo del pobrerío en base a educación y trabajo.

Podríamos también crear para nuestras memorias a ese Belgrano que, al frente de las milicias urbanas –casi pura voluntad y poco oficio- se enfrentó con el invasor inglés en los primeros años del siglo diecinueve. En defensa de la corona española, a quien servía. Y podríamos también recrear la imagen de ese salteño, que, como estudiante de 21 años en Buenos Aires, aprovechando la bajante del río, se lanzó con un grupo de jinetes a tomar la nave inglesa Justine y a reducir su tripulación. Nada menos que Martín Miguel de Güemes, de quien se cumple un nuevo aniversario de su muerte.

Poco generosa ha sido la historia con estos hombres, que adhirieron a la Revolución con alma y cuerpo. Güemes y Belgrano, desde el Ejército del Norte, mantuvieron a raya al español y permitieron la gesta del Cruce de los Andes. Poco premio en la memoria colectiva hubo para este salteño, caudillo de esas legiones de hombres centauros con guardamontes, cuyo apodo, poético como el que más, hace temblar de miedo al enemigo en la Guerra Gaucha: Los Infernales de Güemes.

No es que no se los recuerde, es que es tan enorme la dimensión de estos hombres en su entrega de vida, que todo homenaje se queda corto. No sólo luchaban contra el español, debían soportar el peso de los indecisos, de los aprovechados, de los mezquinos. Decía Güemes a Belgrano en una ocasión: “…no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos. Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán nuestra memoria, que es la recompensa que deben esperar los patriotas”

Del paso de Belgrano por Santa Fe, poco se recuerda, del aporte de nuestra ciudad –pueblito humilde de entonces- en ganado y caballadas y milicias, poco se habla. La campaña al Paraguay se desdibuja en el tiempo, ya los cuadernos que usan los chicos no traen en la portada al Tambor de Tacuarí. Vilcapugio y Ayohuma se confunden con Tucumán y Salta, todo se va borroneando. La batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre, dice Borges: el último testigo se llevó en su alma el recuerdo y la angustia, y el honor. Belgrano y Gûemes, testigos y protagonistas de la épica libertadora.

Lo que sigue es la memoria, una construcción hecha de referencias, de citas, de datos. Pero el olor de la pólvora, el ruido del cañón y el grito del hombre herido ya no resuenan ni asustan, se van quedando en pinturas quietas y en hojas de molde, y en alguna que otra película, en alguna canción.

Sería bueno que ese ruido de metralla y el traqueteo de los pingos en la batalla libertaria se vuelvan llamado, que el alarido de los patriotas nos aturda, que el tamborcito de Tacuarí, lazarillo de un ciego, vuelva a retumbar levantando polvareda y nos sacuda un poco de la escasa dignidad que nos va quedando como naciòn, y que don Manuel Joaquín del Corazón de Jesús  se levante, haga flamear la celeste y blanca contra el cielo del Paraná, y con un juramento a los gritos, al que desde el monte responda con ecos de montaña don Martín Miguel, nos haga despertar de este sopor.



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