Sentirse en casa

 

 

José acogió a María sin poner condiciones previas.

Patris Corde, 4

 

Los futboleros sabemos lo importante que es el recibimiento en una cancha. Las hinchadas se pelean por ver quién hace el mejor. Los videos circulan después por las redes y canales de televisión. Pero no sólo hay que recibir bien al propio equipo sino que resulta fundamental demostrarle hostilidad al rival. Que se sienta incómodo. Que se asuste. Que experimente la presión. Algún moralista lo podrá discutir y quien nunca pateó una pelota o ingresó a un estadio podrá rasgarse las vestiduras, pero es así. Los que alguna vez –¿la mayoría? – fuimos a algún hospital, sanatorio, clínica, centro de salud, sabemos la diferencia abismal que existe cuando el médico o la médica pasan por la sala de espera con gesto adusto y cierto aire de superioridad y cuando saludan con una sonrisa. En nuestras parroquias, colegios, universidades, instituciones, ocurre algo similar: no es lo mismo sentirnos extraños a que nos hagan sentir como en casa.

            San Juan Pablo II –cuando todavía no se hablaba de la profecía maya, el meteorito o el covid, pero sí del fin del mundo y hasta se hacían arcas por si las moscas–, allá por el año 2000, nos proponía vivir una espiritualidad de la comunión. “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (NMI 43). Y al preguntarse qué significaba esto en concreto, nos explicaba:

  • Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado.
  • Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad.
  • Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente.
  • Espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.

En todo esto, la figura de José también es modelo a seguir. José acoge a María sin poner condiciones previas y se hace cargo del niño confiando en la voz del ángel. María partirá “sin demora”, es decir “sin excusas” “sin peros”, a socorrer a Isabel. Jesús no pondrá condiciones a Zaqueo para ir a comer a su casa. El padre de la parábola no pone exigencias a su hijo para perdonarlo. ¡Cuánto para aprender en nuestras prácticas pastorales! El Papa Francisco nos lo advertía con claridad meridiana y gran valentía en Evangelii Gaudium: “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (EG 47).

La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Seguramente cualquiera de nosotros le hubiésemos pedido pruebas a Dios (signos y prodigios extraordinarios), le hubiéramos exigido a María una serie de explicaciones –¡no era para menos!–, le hubiésemos puesto una serie de requisitos a Zaqueo (Bueno, mirá, yo voy a comer a tu casa pero antes devolvé lo que cobraste de más, repartí la mitad de tus bienes entre los pobres, y traeme firmado por el sumo sacerdote el cartoncito de asistencia a la sinagoga y el recibo del pago del diezmo) y ni hablar a ese hijo rebelde y malagradecido –¡qué se creyó el mocoso!– va a tener que laburar mucho para que vuelva a ser considerado hijo. Por fortuna, la lógica de Dios no es la nuestra. Por gracia, a lo largo de la historia aparecen mujeres y varones que lo entienden y encarnan, que saben hacer lugar a los demás, que se alegran de tu presencia, que saben abrazar (con virus y sin virus) y hacer fiesta, que te hacen sentir como en casa y nunca como un perfecto extraño, que no te miran con suficiencia porque saben que estamos hechos del mismo barro y que –como dijo el gran Borges– “las cosas que le ocurren a un hombre, les ocurren a todos”.

En la vida de José no hay lugar para los celos, las miradas torcidas y retorcidas, las echadas en cara, los reproches, el dedo acusador, la frialdad. El corazón de José no es un universo hostil e inhóspito. Hay lugar. Hay lugar para la madre. Hay lugar para el niño. Hay lugar para el ángel. Hay lugar para los sueños. Hay lugar para los designios de Dios. Hay espacio suficiente para acoger el don.

El gran Pedro Casaldáliga escribía:

“Al final del camino me dirán:
– ¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.”

Pidamos a San José su intercesión y guía para aprender a acoger fraternalmente a todos, para hacer lugar, soltar, purificar, para que al final de nuestra vida nuestro corazón esté lleno de rostros y nombres de hermanos con los cuales hemos caminado, tropezado, nos hemos levantado, hemos peleado, nos hemos reconciliado, hemos llorado, reído y vencido mil y un temores porque entendimos que de eso se trata el Reino y que donde dos o más se unen en su Nombre, el Señor se hace presente y camino con nosotros en esa identidad común compartida que nos hace pueblo, Pueblo de Dios.

 

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