Sobre políticas globales que atentan contra el ser del hombre

Lic. Luis Gabriel Capelari
                                                                                    Departamento de Filosofía y Teología de la UCSF

Con relación a la “pandemia” declarada por la OMS, la compleja trama de poder político, económico, mediático, científico y biotecnológico ha modificado nuestra vida en todas sus dimensiones: biológica, privada y pública, familiar, religiosa, psicológica, etc. Para ello se recurrió al encierro masivo de personas sanas y a la interiorización de un espíritu policial respecto a uno mismo y a los otros.

Esto nos conduce a la necesidad de recuperar la pregunta por lo que nos hace humanos, por la persona y su destino trascendente. Por eso es importante reflexionar sobre este poder global que promueve cambios de fondo en las formas de vida, urge considerar desde qué decisiones sobre nuestra condición humana tomadas a priori se está llevando a cabo todo esto: se trata de una asunto principalmente filosófico y religioso.

Es necesario preguntarse por los oscuros intereses de ciertos actores -políticos, científicos y técnicos, medios de comunicación, etc.- en un escenario construido exprofeso: a la manera de una humanidad que se encuentra frente a un virus convertido en su terrible y amenazador “otro”, ante el cual debemos aliarnos en global unidad. La sana desconfianza frente a este relato hace ya tiempo que es imprescindible sólo como comienzo de la tarea.

Ante esta realidad, la antropología filosófica, en diálogo con la teología y las demás ciencias y disciplinas, se vuelve urgente. El abordaje debe ser integral. En otras palabras, la filosofía tiene un lugar sumamente importante, pues por su propia naturaleza está llamada a definir y a brindar un marco que oriente dicha integración.

Al menos desde el primer tercio del siglo XX se viene sosteniendo que, si las ciencias del hombre se ocupan de sus diferentes aspectos, buscando explicar cómo es, la antropología filosófica, en cambio, intenta responder la pregunta “¿qué es el hombre?”, intenta conocer sus dimensiones esenciales. Si no existe consciencia real de esta distinción ontológica, por desconocimiento o bien por desprecio hacia la filosofía, se cae en una peligrosa posición cientificista que sólo reconoce las dimensiones empíricas del ser humano. El “hombre”, vaciado de sí, sin esencia, será etiquetado como tal con una palabra vacía de sentido.

Mencionemos un fenómeno de la “pandemia” que olvida la integralidad de la persona: el uso del tapabocas, barbijo –“bozal” para algunas consciencias despiertas-. Se promueve el uso de un elemento que oculta diaria y continuamente el rostro.  Decimos “rostro” y no simplemente “cara”. El rostro es muy importante para la expresión de la persona, tiene una dimensión sacramental: mediante el rostro el espíritu se muestra al prójimo.

Pero las imágenes mediáticas llegan al absurdo de mostrar rostros en primer plano, o de personas que están solas, con barbijos. Ahora bien, cuando desde el sano sentido común imaginamos o representamos el rostro humano -en un dibujo, filmación, fotografía- es inadmisible que posea semejante pedazo de tela tapando la boca y la nariz; sin embargo, es lo que se hace, y lo que es peor, sin consciencia -en realidad es a lo que apuntan estas estrategias ideológicas, a pasar desapercibidas en sus efectos y fines-.

Por otro lado, no es casual que se haya dejado violentamente de lado el encuentro humano real y necesario por las pantallas y la virtualidad – por ejemplo, en nuestro país las escuelas y universidades han mantenido sus espacios de auténtico encuentro vacíos durante el año-. Los efectos de todo esto en un tiempo tan extenso como el que estamos viviendo son altamente preocupantes, pero nos han inoculado de manera distorsionada el discurso de una ética del cuidado. También sostienen muchos que se trata de “un proceso que se aceleró”, pero lo hacen desde el ingenuo supuesto de un destino anónimo e ineluctable propio del “progreso” de la historia.

Es notable como se rechaza y se busca destruir la realidad de nuestro ser y reducirnos a tristes simulacros, a objetos, a entidades sin espíritu en nombre de la llamada “nueva normalidad” – ¿para quién, para qué sujeto resultante de la ingeniería social en marcha?, por ahora sólo dejemos instalada la pregunta-. No es razonable sostener que sean políticas transitorias ante un acontecimiento viral insospechado.

El filósofo Leonardo Polo nos recuerda que es imprescindible ampliar el “área de intereses”, es decir, ampliar las disciplinas abocadas al conocimiento del ser humano. Y a la pregunta por el criterio, por aquello que integra y en lo cual se integran estas áreas, su respuesta es el logos filosófico, pues otorga sentido a los conocimientos científicos, los ubica en su verdad, los orienta respecto a las cuestiones últimas, sin las cuales, “deslogificadas”, se convierten en abstracciones.[1]

La palabra griega logos tiene diversos sentidos vinculados entre sí; el más importante, reconocido en la filosofía antigua, alude a la unidad y reunión de lo diverso, a un orden e identidad propio de los aspectos y elementos de todo lo que existe. Se comprende así lo que piensa Polo, quien prosigue: “cuando la ciencia aislada pretende dictaminar sobre el hombre, lo descoyunta, lo desintegra”.[2]

A diferencia de esta perversa “desintegración”, el pensamiento filosófico cristiano reconoce al ser humano como persona, con sus diversas dimensiones y una dinámica propia. Cada persona en tanto tal, considerada de manera integral y en su irrepetible unicidad, es un ser corpóreo y espiritual llamado a la comunión interpersonal, a la libre salida de sí mismo hacia el prójimo y hacia su Creador.

 

 

[1] Polo, Leonardo: “Sobre el origen del hombre: Humanización y Hominización”. Revista de Medicina de la Universidad de Navarra. Enero – Marzo de 1994, p. 44.

[2] Ibidem.



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