PALAU POSSE, GRACIELA MARÍA – La autorrealización en el personalismo integral de Karol Wojtyla

Graciela María Palau Posse

gmapalau@gmail.com

Escuela de Educación de la Universidad Austral

Fecha de presentación: 25-04-19

Fecha de aceptación: 30-06-19

Resumen

El ser humano es un binomio inseparable: persona-acción (antropología) y binomio complementario constitutivo recíproco: varón-mujer (teología del cuerpo). La persona se autorrealiza por medio de la acción humana libre y responsable en relación con los valores y con el bien moral, interiorizando mediante su conciencia los valores que transforma en convicciones interiores o deberes que empujan desde el interior de sí mismo a obrar ante Dios, ante los demás y frente a sí mismo.

La decisión es una respuesta personal y libre frente a los valores, dirección de uno mismo hacia un valor. Así, la experiencia de la acción es el punto de partida para acceder, desde el carácter dinámico del valor moral, a una antropología que entiende a la persona como sujeto.

La estructura dinámica de la interioridad humana educable está compuesta por cuatro elementos del ser personal: la conciencia, la libertad, la verdad y la responsabilidad que, en conjunto están vinculadas en la acción para conquistar la libertad interior.

La libertad le otorga una apertura plena a toda la realidad y, al mismo tiempo, le ata, por una dependencia interior, a la verdad. Esta autodependencia de la verdad reconocida y admitida es la que hace al hombre ‘independiente’ respecto de los demás y de las cosas, pero interiormente dependiente de sí mismo.

La autodeterminación posibilita la autorrealización: auto–disponer de sí en relación con un fin valioso (bien) para la realización del propio proyecto vital en participación, es decir, junto con otros. El núcleo de la educación está en el acrecentamiento de la libertad del amor (de la libertad que lo posibilita) y educación para el amor (para el ejercicio de una libertad plena) porque la persona se realiza en el amor, que es posible sólo en libertad: la medida de nuestra libertad está en el amor del que seamos capaces.

Palabras clave: persona – acción – educación – decisión – libertad – autorrealización – valor – deber

Abstract

The human being is an inseparable binomial: person-action (anthropology) and complementary reciprocal constitutive binomial: male-female (body theology). The person achives self-realization through free and responsible human action in relation to values and moral good, internalizing through his conscience that he values that he transforms into inner convictions o duties that push from within themselves to act before God, before others, and in front of themselves.

The decision is a personal and free response to values, self-direction towards a value. Thus, the experience of action is the starting point for accessing, from the dynamic nature of moral value, an anthropology that understands the person as a subject.

The dynamic structure of educable human interiority is composed of four elements of personal being: conscience, freedom, truth and responsibility, which alltogether are linked in in the action of conquering inner freedom.

Freedom gives full openness to all reality and, at the same time, binds it, by an inner dependence, to the truth. This self-dependence of recognized and admitted truth is what makes man “independent” with respect to others and things, but internally dependent on himself.

Self-determination enables self-realization: self-disposition of oneself in relation to a valuable goal or purpose (good) for the realization of one’s own vital project in participation, that is, together with others. The core of education lies in increasing love freedom, (of the freedom that makes it possible) and education for love (for the exercise of full freedom) because the person accomplish self-fulfillmen in love, which is only possible if the person is free: the measure of our freedom relies on the love we are capable of.

Keywords: person and action – education – decision – freedom – self-realization – value – duty

San Juan Pablo II ha reflexionado profundamente y ha analizado con método filosófico (fenomenológico) y teológico, la realidad de lo humano en su ser y en su obrar. Utiliza todos los recursos intelectuales, filosóficos, teológicos y también poéticos y artísticos, que tiene a su alcance, para ahondar en el misterio de la realidad humana que se autorrealiza mediante sus acciones libres en participación intersubjetiva.

Durante los años previos al Pontificado en su Polonia natal trabajó Karol Wojtyla como profesor en la Universidad de Lublin y publicó sus escritos filosóficos Amor y Responsabilidad (1960) y Persona y Acción (1969). Años más tarde, en las Audiencias catequéticas de los miércoles desde 1979 a 1984, desarrolló sus reflexiones teológicas que parten del libro del Génesis sobre la creación.

En el origen, el ser humano fue plasmado constitutivamente como varón y mujer, a imagen y semejanza de Dios, en su capacidad corpórea-espiritual de reflejar la comunión de personas intratrinitarias. En su reflexión sobre el proyecto inicial de Dios para la humanidad, llega Juan Pablo II a una visión teológica integral del hombre, que enriquece la comprensión antropológico-filosófica del mismo Wojtyla: el hombre como binomio inseparable de persona-acción (título de su magna obra filosófica de antropología) es enriquecido con la mirada del binomio complementario constitutivo de varón-mujer (teología del cuerpo), imagen de Dios Uno y Trino, Comunión de Personas en el Amor. La intención del Papa Juan Pablo II es configurar una antropología adecuada por medio de una reflexión teológica (por sus fuentes) y filosófica (por el método fenomenológico empleado) sobre la unidad personal del cuerpo y el alma. Una corporeidad espiritualizada o un espíritu encarnado.

La definición de antropología adecuada la ofrece en sus catequesis en las que afirma que esa antropología busca comprender e interpretar al hombre en lo que es esencialmente humano. Se basa en la experiencia humana y es una antropología teológica que el Papa denomina “teología del cuerpo”. Al hablar del cuerpo se habla de toda la persona, manifestada en la concreción de su cuerpo.

Divide su análisis en tres reflexiones a partir de textos sagrados revelados y que reflejan tres momentos de la historia del hombre:

  1. El origen del hombre y su inocencia según el designio de Dios.
  2. El hombre caído por el pecado y redimido por Cristo.
  3. El hombre resucitado o escatológico en su situación definitiva.

Los puntos a los que san Juan Pablo II dedica mayor atención son dilucidaciones sobre el significado de:

  1. la soledad inicial, metafísica, del ser humano ante Dios y el cosmos,
  2. la unidad originaria de hombre y la mujer,
  3. la desnudez inocente, sin necesidad del pudor.

Todo ello sirve de base para afirmar el profundo significado esponsal que tiene el cuerpo humano. Así este desarrollo teológico antropológico muestra en profundidad quién es el hombre, varón y mujer, cuál es el sentido de su existencia, cómo se autorrealiza en ese trabajo personal sobre sí mismo, autoformación o autoeducación en busca de su propia realización y felicidad en la plenitud del amor. El ser humano es don y tarea.

La persona se autorrealiza por medio de la acción humana libre y responsable (nivel ontológico-antropológico) actuando moralmente en relación con los valores (nivel axiológico) y con el bien (nivel moral) interiorizando mediante su conciencia los valores y deberes que transforma en convicciones interiores. Y en cuanto educable requiere modelar su ser en un proceso de autoformación humana que parte de una condición natural recibida: el don. En este sentido no es la autorrealización humana una construcción a partir de la nada, de una libertad entendida como pura autonomía que deconstruye y construye sin criterio alguno.

La autorrealización en Wojtyla supone una estrecha conexión entre la capacidad humana inteligente de conocer, de autoconocerse y conocer el bien, juzgar sobre ese bien y sobre las acciones que a él conducen por medio de su conciencia y descubrir el valor como una medida subjetiva de un valor objetivo. Los valores, afirma Juan Pablo II (2005), en su libro Memoria e identidad, son “esas luces que brillan cada vez más en el horizonte de la vida cuando uno se trabaja a sí mismo”. El valor conlleva un deber que se descubre en la experiencia (esto es bueno, entonces, esto debo hacerlo). Así, interiorizado, empuja desde lo profundo de cada uno a la acción responsable, ante Dios, ante los demás y frente a sí mismo.

La decisión, dice Wojtyla, es una respuesta personal y libre frente a los valores (‘Yo decido’, ‘yo quiero’, ‘yo elijo’) porque gozamos de una ‘libertad para’, una capacidad de dar respuesta al objeto de acción presentado, que se valora subjetivamente en su bondad objetiva, en mis circunstancias y conforme al fin (teleología). No se trata sólo de la dirección hacia un valor, sino de la dirección de uno mismo hacia un valor. La experiencia de la acción es el punto de partida para acceder, desde el carácter dinámico del valor moral, a una antropología que entiende a la persona como sujeto eficiente, responsable y perfectible, es decir, educable.

En sus análisis Wojtyla llega a la conclusión de que la estructura dinámica de la interioridad humana educable está compuesta por cuatro elementos del ser personal: la conciencia, la libertad, la verdad y la responsabilidad que, en conjunto están vinculadas en la acción. Mediante sus acciones el hombre debe lograr conquistar su libertad interior que le otorga una apertura plena a toda la realidad y, al mismo tiempo, le ata, por una dependencia interior, a la verdad. Esta autodependencia de la verdad reconocida y admitida es la que hace al hombre ‘independiente’ respecto de los demás y de las cosas, pero interiormente dependiente de sí mismo.

La persona lleva en sí una estructura interior donal reflejada también en el cuerpo nupcial o esponsal del que toma conciencia en su soledad, desnudez e inocencia originaria (como explica la teología del cuerpo). La autoconciencia y la conciencia de la complementariedad varón-mujer, reflejada en la corporeidad, es originalmente una mirada desinteresada del otro, no viciada por la concupiscencia desordenada. En el origen no es necesario el pudor. Pero, esa mirada desinteresada, la perdemos por el pecado original en cuanto hombre histórico. De ahí la importancia de valorar la distancia entre el hombre en su condición de caído con respecto al hombre redimido, que cuenta con una potenciación interior de sus estructuras humanas para obrar el bien, volviendo a sus raíces originarias de armonía interior (por el método de la integración interior que es elevación de los somato, psíquico, afectivo y espiritual a nivel de la persona) que posibilita la integración interpersonal en el amor, mediante el don desinteresado de sí. El núcleo de la educación está en el acrecentamiento de la libertad del amor (de la libertad que lo posibilita) y educación para el amor, para el ejercicio de una libertad plena.

La autodeterminación posibilita la autorrealización, auto–disponer de sí en relación con un fin valioso (el bien) para la realización del propio proyecto vital en participación, es decir, junto con otros. Participamos en la humanidad de los otros como explica Wojtyla en los capítulos finales de Persona y Acción.

La experiencia de la acción humana es para Wojtyla el punto de partida para acceder, desde el carácter dinámico del actuar humano, a una antropología que entiende a la persona como sujeto eficiente, responsable y perfectible, es decir, educable frente a los valores. Desde la acción (obrar humano) se manifiesta el ser personal que produce esa acción y el actuar humano libre desvela a la persona que lo realiza.

El hombre es, sin duda, un ser personal perfectible que puede y debe trabajar sobre sí mismo, realizarse como ser personal, con su libertad y responsabilidad, mediante acciones humanas, actos conscientes, en los que el sujeto se reconoce como ‘yo’ eficiente o causal. Reconoce la acción como resultado de su eficiencia y por tal motivo puede hacerse responsable. La acción educativa connota eficiencia y responsabilidad.

La educación, a la luz del personalismo integral, puede describirse como un proceso intersubjetivo que contribuye a la realización personal de sí mismo y del ‘otro’. En esta tarea, el educador puede verse como un colaborador en la autorrealización personal del alumno. La educación es siempre autoeducación e interrealización: un esfuerzo personal de crecimiento moral y un desarrollo dinámico, integrador, trascendente, autodeterminante y participativo del ser personal. Es un proceso de autorrealización responsable en la verdad y en el amor.

El fin de la educación es llevar a plenitud las estructuras personales de autoposesión y autogobierno, de autodeterminación y responsabilidad, que hacen posible la donación de uno mismo en el amor: el don de sí y la auto-entrega como fruto de la libertad. Por eso es educación para el amor. La educación pretende que la libertad, sometida a la verdad —a la verdadera condición humana, a la verdad del bien y a la verdad de la ley—, se realice en plenitud eligiendo el bien, amando. Busca, como resultado del proceso educativo integrador, que la persona aprenda gradualmente a elegir y asumir el bien objetivo y real, a realizarse en la verdad, a rechazar el mal, es decir, lo que impide su realización humana integral.

¿Cómo entiende esta educación integral a su objeto, al ser humano? En primer lugar, para Wojtyla el ser humano es persona-acción: un centro de interioridad cognoscente y amante (capaz de conocer y de amar); un sujeto óntico único e irrepetible, incomunicable en su identidad, capaz de autodeterminación. Equipado con estructuras dinámicas de autoposesión y autogobierno, experimenta el deber de llevarlas a plenitud. Su tarea vital fundamental es la autorrealización. Un deber ante el cual se siente responsable: constituir su personalidad moral. El hombre realiza esta conquista en el tiempo, mediante sus acciones personales —elecciones y decisiones— conscientes y autodeterminantes, libres.

Cada acción humana (actus personae) es autodeterminante porque lejos de ser indiferente para sí mismo, le hace ser mejor o peor persona, le acerca o le aleja de su autoperfeccionamiento humano. Mediante la repetición de acciones, desarrolla el hombre los hábitos operativos. Si son hábitos buenos, virtudes —destrezas morales, las llama Wojtyla (1969)— contribuirán a integrar lo somático y lo emotivo en la unidad de su ser y acción personal. Así, la persona trasciende el nivel psicosomático y psicoemotivo, en su orientación hacia valores objetivos. Busca descubrir la verdad de los bienes, el verdadero bien en función de su realización personal. Y es capaz de aceptarlos, asumirlos voluntariamente, encarnarlos existencialmente en su proyecto vital. La persona es alguien, no algo y debe llegar a ser alguien bueno.

La autorrealización —actualización ontológica, axiológica y moral— se realiza siempre junto con otros porque la persona coexiste en relación con el mundo de las cosas y de otras personas. Coexiste no sólo de modo estático sino en cuanto ser educable: se forma en la relación con los demás y los demás contribuyen a la forja de nuestra interioridad. Por tanto, ser persona es, también, ser capaz de participación, participar en la humanidad de los otros a quienes ve como prójimos que comparten su condición de seres personales. En sus relaciones

interpersonales —yo-tú— y comunitarias  —nosotros—,  el  hombre  debe  lograr  un  tipo  de  relación —participación— enriquecedora de la dignidad personal y debe desplegar su estructura donal. La persona sólo se realiza en la verdad y en el amor: en el don sincero de sí mismo es donde encuentra su verdad e identidad más profunda porque la libertad se mide con la medida del amor de que somos capaces (Frossard, 1982) La mayor fuerza del amor acrecienta las posibilidades del ejercicio de la libertad que se amplifica hasta cotas insospechadas en la relación con las personas.

La dimensión subjetiva del proceso educativo conduce a la dimensión objetiva de la creación de cultura. Una cultura cuyo centro es la persona. Siendo, entonces, más humana, contribuirá a la formación de un ethos cultural que facilite la autorrealización. Todo proceso formativo inserto en el ethos cultural tendrá que basarse en relaciones interpersonales —yo-tú— y comunitarias —nosotros— caracterizadas por un profundo amor a la libertad personal. La educación así entendida implica una confianza enorme, optimista, en las posibilidades del ser humano.

Además, la persona, en relación con el mundo de las cosas, mediante su acción, crea la cultura. Una cultura que sólo será auténtica en la medida en que sea humana y contribuya a la realización del ser personal. Siempre que la cultura tenga su raíz y centro en el hombre y en su dignidad, contribuirá a la realización de cada ser humano que participa y transmite dicha cultura. La verdadera cultura es humanista, en el sentido de que debe respetar la dignidad inalienable de cada ser humano.

La clave de toda actividad educadora personalizada radica en la formación del carácter, es decir, en la adquisición de virtudes, hábitos operativos buenos o destrezas morales —como las denomina Wojtyla— con el fin de facilitar el ejercicio de la libertad en su referencia a la verdad. El amor es el motor de la educación, un amor que empuja al compromiso con la verdad.

La educación de la libertad —de la autodeterminación— debe apoyarse principalmente en la formación de la conciencia y en el amor a la verdad. No puede reducirse al mero ejercicio de las elecciones, de las acciones electivas. Tanto o más que las elecciones importan los motivos, el discernimiento consciente de los valores que conllevan. El conocimiento de la verdad objetiva, según Wojtyla, se produce en el corazón mismo de la experiencia del amor que es el motor que mueve a buscar la verdad. Y la educación de la libertad es, por tanto, educación del amor (de la libertad que lo posibilita) y educación para el amor (para el ejercicio de una libertad plena) porque la persona se realiza en el amor, que es posible sólo en libertad. Es evidente que para decidir bien, en conciencia, libremente, también es necesario el conocimiento de las leyes objetivas, de las normas o criterios objetivos, cuya misión es tutelar los bienes. Pero —de acuerdo con esta antropología— siempre se hará dando razón del bien que esas normas protegen, no por la norma en sí o por el deber sin más. Es preciso amar el bien para conocer lo verdadero.

El acto de voluntad no es como en la filosofía tradicional la simple confirmación de un juicio de la inteligencia, sino que los términos del juicio son subjetivados por la conciencia. El esfuerzo de Wojtyla por penetrar en la descripción de la conciencia y su relación con la verdad es más rico que el mero análisis metafísico de la persona. Por eso, el tratamiento de la educación de la libertad debe estar vinculado con la verdad que se revela en la conciencia: con la aceptación de la propia naturaleza, con el conocimiento de sí —autoconocimiento— y la verdad sobre uno mismo, con la aceptación del entorno y la contemplación de la realidad. Es necesario ahondar en la experiencia de la autoconciencia sobre sí mismo y sobre los propios actos que parten de uno mismo como sujeto agente y responsable, acercar al hombre al drama de su interioridad donde se forjan las decisiones libres.

El amor es entendido como acto supremo de la libertad, como capacidad de formar vínculos y de compromiso, como ejercicio de entrega y servicio. La libertad así considerada es la que posibilita la autorrealización, auto–disponer de sí en relación con un fin valioso para la realización del propio proyecto vital en participación, es decir, junto con otros. Es una libertad que apela a la responsabilidad, fomenta el diálogo y exige un tipo de autoridad moral, no coercitiva. Se podrían desarrollar, por tanto, a partir de esta concepción de la libertad personal, distintas consecuencias prácticas para su educación. Por ejemplo, analizar qué actitudes directivas y docentes la favorecen, qué estilos de gestión la promueven, qué tipos de normativas de convivencia la fomentan.

La vinculación que hace Wojtyla del deber (Kant) con el valor (Scheler) puede contribuir a desarrollar una pedagogía más equilibrada, que atienda a ambos elementos en su relación con la conciencia moral como le explica Wojtyla a Frossard (1982):

Durante varios años de mi vida, en los que pude dedicarme en primer lugar al trabajo filosófico, estudié con más detenimiento el pensamiento de Kant y de Scheler sobre las relaciones del deber y del valor en lo que es “moral”. Saqué la conclusión de que la moral, en su estructura dinámica —los periódicos dirían: la moral operativa— se concentra en unos valores y ante todo en el valor moral en sí que no podría concebirse sin deberes. No existe moral sin obligación. Es más, el sujeto (el “Yo”), al contemplar el valor, es decir el bien que éste representa, se expresa por un juicio en primera persona: “Yo debo…” por el cual el sujeto, en nombre de la verdad reconocida de este valor, se compromete o se obliga a sí mismo.

Hoy se habla mucho de la educación en valores, quizás por su ausencia en algunos ámbitos de la sociedad. Pero, además de la falta de claridad acerca de la noción misma del valor, se corre el riesgo de atender menos a la formación de la responsabilidad ante los deberes que esos valores demandan de cada sujeto humano. Wojtyla armoniza la aceptación espontánea emocional y voluntaria del verdadero valor que exige el cumplimiento del deber. En esta comprensión de la unidad y relación entre lo emocional y lo cognoscitivo-volitivo en la actuación humana, estaría la clave para fundamentar una auténtica pedagogía de la libertad y de los valores, una verdadera educación ética.

La formación en valores, según esta antropología, exige partir del reconocimiento indiscutible de la valía de cada persona, del propio educador y del educando. Se apoya en el ejemplo modélico de la actuación docente y también en la aceptación de una escala de valores objetivos, verdaderos, que constituyen una contribución para el hombre y que no son fruto de una mera creatividad autónoma del sujeto personal. Éstos valores deberán presentarse de un modo atractivo, conforme a la sensibilidad del hombre contemporáneo y constituir una invitación, una llamada a encarnarlos libremente en el propio proyecto vital. Necesariamente, esta educación en valores derivará en la formación moral de la conciencia para hacerla capaz de juicios rectos y decisiones firmes.

La madurez personal se manifiesta, precisamente, en ese consentimiento, aceptación y encarnación de valores, su consentimiento a ser atraída por valores positivos y auténticos, su consentimiento sin reservas a dejarse absorber por ellos. E insiste en que todas las formas y grados de absorción y compromiso de la voluntad se hacen personales por el momento de la decisión. Se puede considerar que la decisión es una especie de umbral que la persona en cuanto persona debe pasar en su camino hacia el bien.

Los aportes de la ontología y de la fenomenología wojtyliana para esta aprobación o consentimiento interior de los valores es de suma importancia. Permite no sólo captarlos como se dan y como son en sí mismos, sino que facilita una percepción más profunda sobre el modo en que los valores objetivos se dan en la experiencia de la persona y penetran en su conciencia. Este conocimiento del modo en que se da la experiencia del valor tiene una eminente importancia pedagógica, afirma Buttiglione (1992). Los valores objetivos se realizan concretamente en la persona en la medida en que son actualizados por su voluntad libre y verdaderamente acogidos en su interioridad llegan a modelarla y la descripción fenomenológica nos ayuda a captar este elemento con una vivacidad antes impensable y nos previene contra toda pretensión de imponer a la conciencia una verdad objetiva que no podría hacer suya por la aprobación de su libertad.

Otro aspecto interesante para la educación de la persona, es la revalorización de la energía emotiva en la percepción y aceptación del valor que indudablemente contribuye a una educación de la afectividad acorde con las necesidades de integración del sujeto humano. La afirmación del valor de las emociones se comprende mejor gracias a la descripción wojtyliana de la estructura de la emotividad, la distinción entre excitación y emoción, entre lo reactivo y emotivo. El educador deberá ayudar a elevar la fuerza del dinamismo afectivo al nivel de la acción personal en la unidad del obrar humano, a establecer la referencia a la verdad del valor percibido o sentido espontáneamente; a objetivar las respuestas emotivas mediante el conocimiento propio; a facilitar así su integración, su dominio y asegurar la armonía psíquica. La vinculación de todos los dinamismos —corporales, emotivos y espirituales— en la unidad de su orientación al valor, proporciona al educador un elemento objetivo para el logro de la integración.

Wojtyla confirma el papel directivo de la inteligencia y voluntad en el comportamiento humano pero, además, aporta elementos para el ejercicio de esta conducción. La clasificación de las emociones, la importancia concedida al desarrollo de habilidades corporales, la distinción entre comportamiento exterior y conducta conscientemente querida, nos ayudan a entender cómo conseguir que la esfera espiritual de la persona integre y domine sobre lo psicosomático y psicoemotivo.

El esclarecimiento antropológico de los complejos mecanismos de la acción humana facilita la tarea educativa ya que, para educar, además de una visión integral de la persona, tenemos que desarrollar un método de integración personalista. Según la antropología, el modo de integrar está basado en el autoconocimiento y en el aprendizaje de la objetivación de emociones. Estas capacidades pueden desarrollarse, particularmente, a través de la acción tutorial maternal y escolar, en la relación ‘yo-tú’.

Para una auténtica educación personalizada debemos centrarnos no sólo en lo específico e irreductible de cada persona concreta sino atender a las relaciones intersubjetivas del —yo-tú— y comunitarias —nosotros—. La importancia del diálogo, la comunicación, la colaboración creativa, las actitudes auténticas de solidaridad y compromiso contrarias al conformismo y la falta de compromiso que reflejan el desinterés por el bien común y la desconfianza crítica que no genera alternativas de solución. La autorrealización sólo se da a partir y por medio de la participación en la humanidad del otro, en la comunión con él. A partir de estas actitudes auténticas, podemos hacer una profunda crítica del utilitarismo que impregna la cultura actual del éxito y la competitividad en la educación.

El personalismo integral, centrado en los aspectos dinámicos de la subjetividad humana personal, logra dar una visión del ser humano único e irrepetible pero no independiente sino relacional y esto facilita su auténtica educación y despliegue de todas las dimensiones. Podemos articular con ella los progresos científicos —psiquiatría, sociología, psicología, neurología— que nos facilitan un conocimiento más profundo del obrar humano y, con esta visión del hombre, como educadores, podemos obtener una imagen de la estructura personal y un conocimiento del sujeto y objeto de la educación mucho más rico.

Las dimensiones del misterio de lo humano y de su realización requiere la mirada teológica sobre el misterio del hombre, esa mirada sobre lo humano que parte de la fe revelada y agudiza nuestro conocimiento de la verdad natural. En definitiva, el misterio del hombre enseña el Concilio Vaticano II en su Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sólo termina de esclarecerse en el Misterio del Dios encarnado (GS-1965), el Dios que hecho hombre nos revela el Amor y nuestra vocación a realizarnos en la entrega, en el servicio, en el don, también por medio de nuestro ser corporal sexuado que es un cuerpo espiritualizado redimido con el que vamos a resucitar en la eterna Comunión de los Santos.

Bibliografía

  • Buttiglione, R. (1992) El pensamiento de Karol Wojtyla. Madrid, España: Encuentro.
  • Frossard, A. (1982) ¡No tengáis miedo Entrevista a Juan Pablo II.
  • Gaudium Et Spes (7-XII-1965). CONCILIO VATICANO II (1965) Gaudium et Spes (7-XII-1965), en Documentos del Vaticano II (1968). Madrid, España: Ed. de Bolsillo 1: Biblioteca de Autores Cristianos.
  • Juan Pablo II (15-VIII-1988). Carta Apostólica Mulieris dignitatem.
  • Wojtyla, K. (1979). Amor y Responsabilidad. Madrid, España: Razón y Fe.
  • Wojtyla, K. (1969) Persona y Acción. Madrid, España: Razón y Fe.