Oxitocina: La hormona del vínculo y la proximidad

Previo a la pandemia por COVID-19, el periodista Luis Majul me realizó una entrevista de radio en su programa de CNN, sorprendido luego de haber visto el primer capítulo de la serie de Netflix llamada “babies”. Su deseo era profundizar sobre una hormona llamada oxitocina que parecía tener un rol central en el nacimiento. Como docente-investigadora de la Universidad Católica de Santa Fe, me resulta importante retomar este tema en el marco de la celebración de la semana mundial del parto respetado y de la situación de confinamiento que nos ha obligado a experimentar los vínculos de una manera especial.

La oxitocina es una hormona muy antigua. Desde una perspectiva evolutiva, las moléculas de esta hormona se conservaron a lo largo del tiempo. Su historia data de 600 millones de años. Nos acompaña en la evolución de la vida apareciendo en los primeros peces primitivos hasta llegar a los mamíferos placentarios. En estos últimos, su estructura química es exactamente igual en todas las especies incluida la humanidad.

En el Homo Sapiens, la oxitocina se produce fundamentalmente en el mediocampo del cerebro: un lugar estratégico que, gracias a las conexiones neuronales que establece, le permite integrar lo que percibimos del mundo que nos rodea con funciones inconscientes como las que regulan la actividad visceral, la frecuencia cardíaca y la presión arterial.

Los científicos consideran que la oxitocina es una hormona neuroendócrina, ya que interviene en funciones tanto del sistema nervioso central como de órganos periféricos. Su estímulo dependerá del entorno y el tipo de estimulación sensorial.

En la formación de grado de los profesionales de la salud, el estudio de esta hormona se limita a las funciones reproductivas. La oxitocina participa del nacimiento y la lactancia, estimula las contracciones uterinas y facilita la salida de la leche materna. Sin embargo, invito a los lectores a observar detenidamente una madre amamantando a su bebé o un documental de una leona alimentando a sus cachorros y verán que no se trata de un simple suministro de comida. Se trata de la interacción entre dos seres que está rodeada de gestos de cuidado, de protección, amparo y consuelo. A través de ellos se estimulan todos los sentidos con caricias, susurros y miradas. Son aquellos que los humanos llamaríamos gestos de amor.

Esta interacción se traduce en un estado bienestar para la mamá y su bebé. Provoca un efecto antiestrés, antinflamatorio y estimula procesos de aprendizaje, crecimiento y curación que podrían perdurar en el tiempo. Estudios en animales y en humanos demuestran que, de acuerdo con el tipo de cuidado materno en los primeros meses de vida, sus descendientes desarrollan mayor o menor tolerancia al estrés o capacidad de resiliencia cuando se desarrollan. Ésto se explica desde la epigenética, que postula que la interacción de los genes con el ambiente determina el estado de salud; es decir, lo que nos sucede en los primeros instantes luego de nacer, dejaría una marca que podría condicionarnos el resto de la vida.

La abundancia de la vida no podía limitar estos beneficios sólo al período que rodea al nacimiento. Esta hormona, también se libera en el vínculo que establece el papá con su hijo, en las relaciones de pareja (incluso el sexo), en las reunimos con amigos y hasta en la interacción con las mascotas. La relación con otros seres desde la responsabilidad, la comunicación y el encuentro implica una interacción positiva y empática que puede promover un estado de bienestar y salud.

A pesar de esta sorprendente explicación naturalista, es imposible reducir estos lazos a una cuestión de causa y efecto. Justamente, lo que nos diferencia de otros mamíferos, es la capacidad para dar significado a estos vínculos que se encuentran atravesados por dimensiones culturales, históricas, emocionales y espirituales. Cada una de ellas imprimen un sentido único, particular y personal que no siempre puede ser catalogado como “positivo” o “negativo” o, peor aún, lo que es positivo para unos, puede ser negativo para otros.

Todavía estamos dando significado a la dimensión histórica que estamos experimentando, pero creo que el potencial de creatividad humana ha llevado a establecer sus vínculos y los beneficios de éste a pesar de la falta del contacto físico. También habrá un espacio para la reflexión sobre las consecuencias del distanciamiento obligatorio de la madres y bebés infectados por COVID-19 y evaluaremos hacia dónde se inclina la balanza.

En síntesis, el desafío para todos es quitarnos el velo racionalista y aproximarnos al otro conociendo su potencial de amor y aceptando su diversidad para disfrutar de los vínculos que nos hacen bien.

Agradecimientos

La redacción de este artículo se llevó a cabo en el marco del proyecto “Ecología del parto. Aportes para la construcción de un nuevo paradigma del nacimiento”, dirigido por Marisa Espinoza, en el Instituto de Ecología Humana y Desarrollo Sustentable, de la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Católica de Santa Fe. Se agradece la colaboración de Ana María Bonet de Viola y Cintia Caselli.



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