Dr. Federico Ignacio Viola. UCSF – CONICET
Desde un tiempo a esta parte se ha convertido en un lugar común, tanto en ambientes académicos como en los medios de comunicación, la discusión sobre el tema del desarrollo. Desde diversas perspectivas y enfoques se lo plantea y replantea buscando respuestas a una cuestión que se presenta cada vez más acuciante. El último planteo reflexivo, y provocativo a la vez, ha sido la última Carta Encíclica del Papa Francisco “Laudato Sí”, publicada en mayo de 2015.
Sin lugar a dudas lo que salta a la vista en el campo de las reflexiones sobre este respecto es que el así denominado “desarrollo” exacerba tan sólo una dimensión de las que componen el ámbito de lo humano, “olvidando” o relegando a un segundo plano dimensiones vitales, aunque intangibles, de la existencia humana.
La noción de desarrollo, de esta forma, queda reducida o parcializada en nuestra comprensión occidental en tanto se ha convertido en sinónimo de un progreso lineal meramente material y económico para el que todo otro tipo de progreso o desarrollo es tomado por accesorio, cuando no por irrelevante. Lo que es peor, es que, según la lógica que anima esta comprensión, sólo se tiene en cuenta cualquier desarrollo en cuanto se lo pueda traducir en términos de un desarrollo material cuantificable. Esto implica que cualquier desarrollo espiritual, estético, o de cualquier dimensión inmaterial del ámbito de lo humano, no contará por sí misma sino tan sólo en cuanto se la pueda expresar en los términos de un desarrollo cuantificable y redituable. Lo que no se pueda traducir en estos términos, no cuenta.
Así vemos cómo en nuestra sociedad todas las expresiones de lo humano, a saber, artísticas, deportivas, espirituales de cualquier índole, etc. cuentan en tanto que entran en el circuito tangible y recíproco de lo económico, donde nada es contingente, ni gratuito, ni azaroso, sino que posee un “valor” de intercambio y produce un rédito controlable y apropiable. El caso del fútbol tal vez sea el más paradigmático de nuestro tiempo y nuestra sociedad. No sería factible un desarrollo “por amor al arte”, un desarrollo que no se traduzca en un rédito determinado y apropiable.
El problema que comienza a hacerse cada vez más patente es que los individuos humanos no nos contentamos con el rinde que produce el desarrollo actual, lo cual acarrea el agotamiento de los recursos. De forma que ante una sed de rédito infinita, el desarrollo es percibido como infinito, sin tener en cuenta que los recursos no son infinitos y no pueden serlo. De esta forma el hombre se vuelve esclavo de una pretensión irrealizable y su deseo degenera en capricho y neurosis por tener y ser cada vez más y mejor. ¿Y qué hay de malo en querer ser cada vez mejor, en querer tener cada vez un poco más, si eso repercute en una mejoría o bienestar? La pregunta es lógica. ¿Por qué no mejorar cada vez un poco más? ¿Cuál es el límite del medrar humano y por qué debería haber uno? Evidentemente el problema no es el de mejorar, sino que se ha parcializado la noción de mejoría y se la ha reducido a una bonanza meramente material y egoísta. Aquí no se trata de repetir una moralina sino de recordar una constatación. Los que mejoran y tienen cada vez más, son cada vez menos. Cada vez menos gente vive mejor y posee más, al punto que en nuestros días tan sólo ocho individuos, poseen el equivalente en poder económico a la mitad de los habitantes del planeta. A partir de esta constatación se hace obvio que el desarrollo en sí mismo – ser más/tener cada vez más – no es algo inocente de suyo. Ni siquiera valorativamente neutral.
Se trata entonces de imaginar una forma de desarrollo donde la mejoría sea del 99% y no del 1% de los habitantes del planeta. Y se trata también de imaginar una mejoría que vaya más allá de lo humano en cuanto tal. Es decir una mejoría de los animales y del planeta en general. El modelo vigente, por el contrario, constituye un modelo donde la mejoría de unos va en detrimento directo del bienestar de otros. Es decir se trata de un desarrollo exclusivista y elitista. Los ricos y poderosos ascienden en detrimento de los pobres y más débiles. Los humanos mejoran en detrimento del medio ambiente y de los otros seres vivientes. Se trata, de esta forma, de buscar una prosperidad universal, integral, donde los beneficiados sean “todos”, esto es: poderosos y débiles, ricos y pobres, humanos y animales, animales y seres inanimados, y al fin de cuentas, por qué no, el universo en general. Este es al fin de cuentas el mensaje que retoma el Pontífice en la Encíclica “Laudato Sí”, que reconectando con Francisco de Asís recupera la noción de una fraternidad universal a partir de la cual se hace posible plantear una noción de desarrollo no exclusivista, sino precisamente, universal. Es decir donde el desarrollo es pensable como abarcando efectivamente a todos y a todo, ni siquiera solamente a la especie humana.
La posibilidad de pensar de esta manera a partir de este replanteo es, sin duda, cuestionadora del orden vigente que hasta nuestros días se ha dado por obvio e inamovible. Pero corren tiempos de renovación, y la posibilidad de un futuro diferente para todos llama y convoca en esta hora acuciante de la historia. Responder depende de cada uno de nosotros.